“Y María dio a luz a su hijo primogénito, y envolvióle en pañales, y lo reclinó en un pesebre, porque en el mesón no había lugar para ellos”. Así zanja el Evangelio de San Lucas una de las escenas más representadas de todos los tiempos: la Natividad. Ni vaca, ni burro ni un ángel contemplando la escena. Dado lo lacónico de la descripción en la Biblia, desde muy antiguo los artistas han tenido que aguzar su ingenio para dotar de imágenes al ciclo navideño (desde la Anunciación hasta la huida a Egipto, pasando por la Visitación, la propia Natividad, la Adoración de los pastores y la Adoración de los Magos). Evangelios apócrifos, leyendas, visiones de místicos o la pura invención han acudido en su auxilio.
Poco imaginaron san Lucas y san Mateo, los evangelistas, canónicos que se ocupan del nacimiento de Jesús, que algún día sus breves descripciones serían escrutadas y reinterpretadas hasta la saciedad. El cristianismo convirtió la Navidad en una celebración de primer orden: los sermones y los objetos de culto precisaban de una “historia” para adoctrinar a los fieles sobre la jubilosa llegada al mundo de Jesús. La falta de detalles se volvió aún más acuciante a partir del siglo XII: Europa sucumbió durante varios siglos al fervor mariano, que ni tan siquiera el Concilio de Trento (1545-63) pudo aplacar. Las escenas navideñas, donde la Virgen tiene una presencia capital, empezaron a representarse por doquier.
El arte fue siempre de la mano de las últimas interpretaciones teológicas, y en ocasiones se dieron situaciones realmente chocantes. La Adoración de los Magos es el episodio más representativo. El Evangelio de San Mateo no especifica cuántos eran. En la época de las catacumbas se pintaron dos o cuatro. En Siria se llegaron a pintar doce, por ser el número de tribus de Israel y de apóstoles. Con el paso de los siglos, en cambio, la cifra que prevaleció fue el tres, en consonancia con los regalos que trajeron los Magos.
En la Edad Media, cuando teología y numerología cruzaban sus caminos, se encontraron justificaciones suficientes: tres era el número de partes del mundo (Europa, Asia y África), el tres era la cifra de la Santísima Trinidad y tres eran también las edades del hombre.
En 1492 estalló el conflicto. Se descubrió América, un cuarto continente, y el argumento de que cada Mago provenía de una parte del mundo no era válido. Podía, claro está, añadirse un cuarto rey, pero entonces quedaba en evidencia la autenticidad de los tres féretros de Sus Majestades de Oriente que alberga la catedral de Colonia, en Alemania (¿se había perdido uno?).
En un retablo de la catedral portuguesa de Viseu se optó por otro tipo de solución: un pintor sustituyó el rey negro por un indígena brasileño con lanza emplumada. Es decir, África quedaba reemplazada por América, una solución que tenía mucho de política –los portugueses no cabían en sí de gozo con sus nuevas colonias– y que no creó escuela.
Otras invenciones de artistas, sin embargo, sí calaron hondo (caso del escenario arquitectónico que Fra Angelico concibió para la Anunciación) y fueron empleadas una y otra vez a lo largo de los siglos. Las navidades artísticas, por tanto, no son totalmente bíblicas.
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