Wichter creció en una familia judía en un pequeño pueblo de Polonia. Sus padres lo llamaron Faivel, un nombre que en Argentina reemplazó por Francisco. Su padre era zapatero y de su infancia le gustaba recordar los juegos compartidos con sus hermanos Hanka, Rosa, Zlota, Sara y Elías. El mundo que conocía terminó de forma abrupta cuando tenía 13 años. “Tenía que empezar el colegio el 1 de septiembre. Quería empezar el colegio. Pero era 1939. Hitler invadió mi país. Y el mundo entró en guerra”, recordó en una entrevista con el diario Clarín.
Este sobreviviente del Holocausto contó que llegó a la fábrica de Schindler desde el campo de Plaszow, donde había corrido la voz de que un empresario quería montar una fábrica de municiones en la ciudad checoslovaca de Brünnlitz. “Los prisioneros de Plaszow estábamos catalogados como obreros metalúrgicos y, junto con los judíos que ya trabajaban para él, fuimos incluidos en una lista de gente que se iría para allá. Nos convertimos en la Lista Schindler: hombres y mujeres a quienes el destino les tenía previsto un respiro en medio del infierno”, relató.
Ingresó en la fábrica en el otoño de 1944 como el trabajador número 371. Las condiciones eran las mismas que las de cualquier lugar que albergase obreros judíos en ese momento: trabajo forzado y sin pago alguno. Pero el comportamiento de Schindler y su mujer Emilie los distinguía. Wichter detalló que no tenían nombre ni ropa propia, pero comían bien, no pasaban hambre ni sufrían maltrato. “Siempre teníamos calefacción y agua caliente, incluso en las habitaciones colectivas donde dormíamos. Emilie se las arreglaba para conseguir remedios para los enfermos. No había muchas muertes, pero cuando ocurría alguna se hacía un entierro por la noche, en un cementerio católico, con la mínima legitimidad de una ceremonia. Poder dar una sepultura, aunque no fuera judía pero por lo menos humana, era reparador”, contó.
Según el testimonio de Wichter, en el medio año que trabajó para Schindler, apenas fabricaron un vagón de balas, que fue devuelto. “Había más gente que puestos reales de trabajo. Éramos casi 1.300 judíos para alimentar y también había unas trescientas bocas más, entre los rusos y polacos que constituían la planta asalariada del campo”, recordó. Schindler logró burlar las inspecciones periódicas de los altos mandos nazis y se ganó su favor con el envío de regalos y la invitación a cenas de menús extravagantes.
Wichter nunca olvidó el 7 de mayo de 1945. Los Schindler reunieron a todos los obreros en el patio de la fábrica y encendieron la radio. Allí escucharon al entonces primer ministro de Reino Unido, Winston Churchill, anunciar la rendición incondicional de Alemania. “Oskar nos agradeció el esfuerzo que todos habíamos hecho para sostener su fábrica, nos informó que la cerraba y que, a partir de se momento, cada uno de nosotros era libre. Atravesamos el portón de salida con emoción y miedo”, recordó. Se fue de Brünnlitz una semana después del fin de la guerra.
Tras contraer matrimonio con Hinda, otra judía sobreviviente del Holocausto, los recién casados se embarcaron rumbo a Buenos Aires. Wichter comenzó en esta ciudad una nueva vida como relojero y formó una familia de dos hijos, seis nietos y ocho bisnietos. Mantuvo oculto su pasado hasta verlo reflejado en la película de Steven Spielberg, La lista de Schindler, estrenada en 1993. “Una noche, salí a la calle a despejarme, porque no podía dormir. La película estaba en mi memoria repitiendo y repitiendo”, dijo al diario La Nación. En ese momento tomó la decisión de contar su propia historia. La contó en los medios y en un libro: Undécimo mandamiento: testimonio del sobreviviente argentino de la lista de Schindler, publicado en 1998. Desde entonces, dedicó los últimos años de su vida a dar testimonio.
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