FASCISTAS EN RIPOLL


Debo confesarles que no soy un gran conocedor de Ripoll, un bonito pueblo de Girona al que recuerdo haber ido de excursión con el colegio en algún momento del pleistoceno. Sin embargo, me atrevo a apostar con cualquiera a que la capital del Ripollès no está llena de fascistas, nazis, xenófobos, racistas u odiadores profesionales, por mucho que allí gane las elecciones municipales ese partido extremadamente derechista y nacionalista llamado Aliança Catalana.

Algún facha habrá, como en Barcelona, Madrid o Estocolmo, pues no hay quien se libre de los extremos en estos tiempos turbulentos, pero de ahí a hablar, a propósito de Ripoll, del avance del fascismo en Catalunya hay un trecho que se recorre con pasmosa inconsciencia. También es cierto que últimamente, y solo hace falta echar un vistazo al ancho mundo, no faltan los merluzos que parecen entrenar duramente para elevar la inconsciencia a la categoría de arte.

Les digo todo esto porque raro es el día en que –con los ojos puestos en la Italia de Mussolini o en la Alemania de Hitler– algo o alguien, sobre todo la alcaldesa de Ripoll, no sea tachado de fascista, lo que me lleva a pensar que, a este paso, en nuestro país pronto no va a caber un fascista más. Es enojoso y evidencia una trivialización repugnante de la peste parda que asoló el continente el pasado siglo y carga a sus espaldas (junto con la peste roja) con millones de cadáveres, pero así están las cosas.

Los carnets de fascista se administran con alegría por los políticos y opinadores que se autodenominan “verdaderos demócratas” y han asumido, sin que nadie se lo pida, la titánica tarea de desenmascarar el fascismo. Esa posición les otorga, de paso, un asombroso poder totalitario para decidir cómo, cuándo y quién es un fascista (disfrazado o a pecho descubierto). Así, poco a poco, hemos llegado al punto en que cualquiera se puede permitir el lujo de decir “tú eres fascista, yo soy el verdadero antifascista” y sentirse estupendamente.

Será por eso que tan fascista es Putin como Trump, Irán como Israel, Argentina como Turquía y, por añadidura, la Ucrania de Zelenski. Todo el mundo es fascista. Cualquier régimen autoritario o iliberal es tachado de tal, como si el autoritarismo, el racismo, la intolerancia, la oposición al aborto o el nacionalismo extremo no fueran previos al fascismo y perduraran, aún hoy, en otras ideologías y latitudes. Ni Mussolini hubiera podido sospechar este éxito póstumo.

Por supuesto que fascista es también quien se limita a pedir que se apliquen las leyes de extranjería aprobadas por el Parlamento, o una gestión de la inmigración que, en nombre de una tolerancia multicultural malentendida, no aplauda la creación en nuestras ciudades de guetos donde no rigen la leyes del país. Lo mismo que quienes reclaman una gestión eficaz de la política criminal que sea consciente del elevado porcentaje de extranjeros en las cárceles y actúe en consecuencia. Ese discurso no ayuda a entender los fenómenos contemporáneos a los que nos enfrentamos y priva a la categoría fascismo de cualquier significado histórico trivializándola: cuando todo es fascismo, nada lo es.

Si siguiéramos el criterio diferenciador establecido por el gran estudioso del fascismo, el historiador (irreprochablemente progresista) Emilio Gentile, ni Vox ni Aliança Catalana podrían participar de los rasgos distintivos de esa ideología criminal. El fascismo fue y se expresó como régimen en una cultura irracionalista y mítica fundada en la exaltación del Estado y de la nación y en una militarización de la política; en el totalitarismo y el imperialismo, en el racismo eliminacionista y en la guerra como fin último de la vida humana. Está claro que nuestras sociedades tienen graves problemas y asisten a fenómenos alarmantes, como la desconfianza de buena parte de la ciudadanía en la democracia, pero eso no es fascismo, y decir lo contrario supone una falta de respeto a sus víctimas.

En realidad, hemos llegado a tal punto de confusión que ya resulta imposible distinguir un movimiento nacionalista que sostiene posiciones de extrema derecha católica en temas como el aborto y el feminismo o se opone a la inmigración incontrolada (básicamente islámica) con el fascismo. La próxima será afirmar que Sílvia Orriols encabezará la marcha sobre Roma o que Ripoll es nuestro Nuremberg de 1934. A ver quién la dice más gorda. Javier Melero en la vanguardia

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