domingo, marzo 23, 2025

SOY RACISTA


Descarto para siempre la posibilidad de ser considerado jamás una persona de bien. Aun así, prefiero empezar de este modo: soy racista. Añadiré enseguida que la confesión tiene trampa. Solo es válida si se acepta que la categorización de quién es racista y quién no lo es compete en exclusiva a aquellos que se comportan como si tuvieran el monopolio de la acreditación moral. Josep Martí Blanch.

Empecemos por lo que no me hace racista, según las definiciones más ortodoxas del término. Advierto en toda persona, inmigrante o no, las mismas aspiraciones vitales que en cualquier otra. Poblamos la Tierra, individuos iguales que intentamos manejar lo mejor que podemos nuestras vidas. No tenemos todos las mismas oportunidades, cierto, pero no es esta ahora la cuestión. Ni la piel, ni el lugar de procedencia, ni la religión (salvo en los casos en los que la fe es vivida desde la creencia de que es necesario pasar a cuchillo al infiel) otorgan en mi cosmovisión un miligramo de superioridad a persona alguna. Hasta ahora, vamos bien. Si el examen aca­bara aquí, recibiría con buena nota mi más que merecida acreditación de humanista.

Pero lo anterior ya no es suficiente. Tampoco basta con no criminalizar colectivos. Para escapar a la etiqueta de racista, parece que hay que comulgar también con el discurso proinmigración sin añadirle ningún pero. Así que listemos todo aquello que sí me sitúa, inevitablemente, en el cajón de las malas personas.

Para empezar, no me siento responsable de todos los problemas del mundo y tampoco creo que esté en mi mano solucionarlos. En cambio, esa responsabilidad sí la acepto sobre mi realidad social más cercana. Y vivo como una obligación, en tanto que integrante de una sociedad concreta, el tratar de impedir que esta siga degradándose en nombre de las buenas intenciones.

El crecimiento desmesurado de población propicia el deterioro de los servicios públicos básicos

De ahí que, de entrada, discrimine entre el derecho de asilo –que defiendo sin más condicionante que las exigibles garantías de trazabilidad de la trayectoria vital del solicitante– y un derecho a la inmigración por motivos económicos que simplemente no existe como tal y que no puede ser atendido sin límite.

También soy partidario de asumir sin reparos lo que dice alto, claro y reiteradamente la realidad. El crecimiento desmesurado de población en pocos años propicia el deterioro, cuando no colapso, de los servicios públicos básicos –sanidad, educación y servicios sociales– y añade una presión desmesurada sobre otras necesidades igualmente principales como son la vivienda o las infraestructuras de movilidad. A ello hay que sumar, como ya han experimentado antes otros países, que la importación permanente y masiva de bolsas de pobreza afecta a la degradación del tejido social, fomenta la aparición de guetos y acaba impactando también en el mapa, tipología e índices de delincuencia, perjudicando también a los inmigrantes ya asentados.

Mis pecados no acaban ahí. La capacidad de integración de una sociedad de acogida es limitada y, a partir de cierto volumen, un imposible. Milito, por último, en la convicción de que el discurso utilitarista que trata al inmigrante como simple mercancía de la que sacar provecho (aquí cabe lo de garantizar pensiones, cuidar a nuestros mayores, rejuvenecer nuestra sociedad, asegurar mano de obra barata...) es de lo más perverso. Por dos motivos. Porque insiste en un modelo económico que, lejos de garantizar la prosperidad del país, también de los inmigrantes, lo hunde en la inequidad y la progresiva depauperación al anclarlo en los salarios bajos y en un crecimiento masivo y desordenado de la población. Y también porque esconde una concepción de lo humano meramente economicista, que no responde a la complejidad de lo que verdaderamente somos las personas.

Por diferentes motivos –los recientes altercados de Salt, el acuerdo de reparto de menores no acompañados entre comunidades, la agenda trumpista de repatriación–, se está utilizando el insulto racista alegremente para incluir en él a quienes defienden un posicionamiento crítico contra el discurso proinmigración sin matices y restrictivo res­pecto a los flujos de llegadas que los ex­pertos anticipan para los próximos años. No obstante, algunos creemos que ser racista es otra cosa. Y que no incluye la legítima discrepancia sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo o, según cómo se mire, destruyendo.

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