Maquiavelo no se centró en estudiar la corrupción desde una perspectiva moral idealista, sino que la analizó con un enfoque completamente pragmático y realista. Maquiavelo entendía que el hombre, por naturaleza, es egoísta y está motivado por intereses personales. Esta inclinación hacía que las instituciones y políticos se volvieran vulnerables ante actitudes corruptas. Desde esta óptica, la corrupción es casi inevitable, siendo parte intrínseca de la conducta humana y de la vida política.
Para Maquiavelo, los actos corruptos no eran meramente defectos morales aislados, sino elementos capaces de socavar la estructura del poder y la estabilidad del Estado. La corrupción favorecía el desorden y la incapacidad de los gobernantes para actuar firmemente ante las amenazas, lo que podía llevar, a la larga, a la decadencia de la república o principado.
Uno de los aportes decisivos de Maquiavelo fue establecer que la política opera en una esfera aparte de la moral tradicional. En este sentido, los gobernantes deben priorizar la eficacia y la preservación del Estado, aun cuando esto signifique adoptar medidas que desde una perspectiva ética puedan considerarse cuestionables. Ante la corrupción, el gobernante prudente debe estar dispuesto a tomar decisiones impactantes, pues, para él, el fin de mantener el orden y la estabilidad justifica en ocasiones la suspensión de ciertos valores morales.
La necesidad de medidas enérgicas para contrarrestarla: Aunque Maquiavelo era consciente de que la corrupción era un producto casi ineludible de la condición humana, también enfatizaba que el gobernante debía estar preparado para combatirla de manera directa. Esto podía implicar el uso de la fuerza, leyes severas o la aplicación de políticas que, en el corto plazo o de forma aparentemente dura, preservaran el orden y fortalecieran el aparato estatal frente a la influencia corrosiva de sus funcionarios y ciudadanos.
Estas ideas reflejan la visión maquiavélica de un mundo en el que la realidad política es inherentemente conflictiva y donde, para obtener y mantener el poder, muchas veces es necesario actuar de manera decisiva y, en ocasiones, moralmente ambigua. Esta perspectiva ha influido en diversas corrientes del pensamiento político y sigue siendo objeto de estudio para comprender la dinámica entre ética, poder y gobierno.
En el caso concreto de España hubo durante 40 años una dictadura sangrienta. Como en todas las dictaduras, el sistema que regulaba la sociedad no era la meritocracia, sino la proximidad al poder. Éramos un país donde no solo las licencias de obra pública se adjudicaban a dedo: los estancos se regalaban a los amigos del régimen, los puestos en la administración se llenaban con afines al movimiento nacional y hasta las plazas de médico o maestro pasaban primero por el filtro político. Se premiaba la lealtad al régimen, no la competencia. De manera que corromper para aproximarse al poder no solo no merecía reproche: es que era el modus operandi; era la normalidad.
Por esa razón, en España algunas conductas que en otros países serían un escándalo tienen menos reproche social. Como lo de hacer la reforma de tu casa en “B”, o que la profesora de yoga cobre en mano, o lo de trampear los procesos de acceso a la función pública, entre otras muchísimas cosas. Pero no solo. Ocurre también que algunos ámbitos de la legislación –como los mecanismos por los que se otorgan las licencias en algunas ciudades y pueblos— son intencionalmente oscuros, como para que uno tenga que acabar siempre en manos de un funcionario o de una agencia especializada para conseguir un permiso.
Las inercias económicas y sociales son poderosas y en España la estructura económica y administrativa sigue siendo heredera de un sistema de dádivas y privilegios, de bienes incautados tras la guerra y recompensas a los fieles. Para comprobarlo, nada como observar la cantidad de concesiones de infraestructuras que todavía están en manos de concesionarios del franquismo. Pero también es verdad que las cosas están cambiando. Sobre todo entre las personas que no vivieron en aquellos años de dictadura y que no tienen ni la tolerancia ni la comprensión cultural con esas prácticas.
Un ejemplo: Cuando el Sr. Feijóo habla de su relación con Marcial Dorado refiriéndose a él como un simple narcotraficante, en el contexto de la época, era normal en Galicia, puesto que no intervenía más droga que el tabaco, y en aquellos tiempos el contrabando no estaba mal visto, era el modus vivendi de muchos gallegos, y aunque todo el mundo los conocía, nadie les denunciaba. Sin embargo, reconozco que reducir la problemática al hecho de que "en aquellos tiempos nadie denunciaba" y equiparar esas actividades a algo normal resulta ser una interpretación muy parcial. En el caso concreto de Marcial Dorado, aunque su actividad inicial estuviera ligada al contrabando de tabaco, con el tiempo se le relacionó también con hechos que rozaban o involucraban actividades propias del narcotráfico. La utilización del término "narcotraficante" no es simplemente una etiqueta vacía, sino que responde a la evolución y gravedad de sus vínculos dentro de ese mundo, especialmente a partir de operativos como la denominada Operación Nécora, que involucraron a varias figuras y redes ilegales.
Además, desde una perspectiva ética y política, incluso si cierta práctica era "normal" en un determinado contexto social, eso no la convierte en aceptable ni en justificable para individuos que ocupan cargos públicos o que aspiran a posiciones de responsabilidad. El argumento de la "normalidad" del contrabando en Galicia en esos años puede entenderse como una tentativa de relativizar hechos que, independientemente de su cotidianidad histórica, no dejan de tener consecuencias sociales y legales.
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