La semana pasada, la convivencia de Torre-Pacheco se fracturó con la crudeza de un suceso inesperado. Un vecino que paseaba tranquilamente a su perro cayó víctima de una agresión brutal a manos de tres jóvenes de origen magrebí. Pero aquello, lejos de quedar en un episodio aislado, se convirtió en la chispa que prendió una cacería urbana contra inmigrantes: grupos enardecidos recorrieron las calles armados con palos y consignas racistas, rompieron escaparates y cercaron viviendas, hasta que la intervención de la Guardia Civil y la Policía Local logró a duras penas restablecer el orden.

Al mismo tiempo, en los despachos económicos de Madrid, el exministro Cristóbal Montoro veía cómo un juez de Tarragona le imputaba tráfico de influencias y cohecho. Su asesoría privada, dicen las diligencias, recibía jugosos honorarios de empresas del sector gasista mientras él moldeaba normativas a su medida. Una vez más, la ética pública quedaba herida por la codicia y el abuso de poder.

¿Vamos a tirar por la borda los avances que han costado siglos de lucha y sacrificio? ¿Permitiremos que la corrupción de los altos mandos y la violencia de las calles manchen el pacto social que consagra la dignidad de cada persona? Resulta casi inconcebible, pero la indignación selectiva y la polarización política lo facilitan. Unos ocultan las tropelías propias bajo la bandera del antagonismo, mientras convierten en anatema las fallas ajenas.

Ese juego de espejos enfrentados intoxica el debate: cuando se pide regeneración del Gobierno, surgen defensores de Montoro para desviar la crítica; cuando se denuncia el odio racial en Murcia, se apelotonan voces que apuntan a errores de otros territorios. El resultado es una espiral de acusaciones cruzadas que termina por diluir la responsabilidad colectiva.

Sin embargo, ningún capítulo de indignidad –por grave que sea– autoriza a renegar de nuestros principios. El respeto a los derechos humanos no es un comodín que pueda descartarse cuando conviene, ni un lastre que haya que arrojar por el mero vértigo de la desafección política. Hace siglos que proclamamos la igualdad y la libertad como cimientos de la democracia; derribar esos cimientos es arriesgar la propia casa.

¿Acaso no hemos visto ya en otros rincones de Europa cómo el cinismo y la desconfianza alimentan el monstruo de la antipolítica? La indiferencia ante la injusticia, el silencio cómplice cuando “son de los nuestros” y la permisividad ante la codicia ajena sirven de abono a las voces más extremas, aquellas que predican el odio tribal como respuesta a cada crisis.

La solución, como siempre, está en la sociedad antes que en los políticos. En reconocer sin tapujos nuestros errores, en exigir transparencia y en aplicar sanciones ejemplares. Nadie recuperará la limpieza del espacio público sin la implicación de los ciudadanos, sin la vigilancia activa de los medios y sin la complicidad responsable de los partidos, más allá de estrategias retóricas. Renunciar a esta tarea de autoexamen equivale a abdicar de nuestra condición cívica. Porque, al fin y al cabo, defender los logros civilizatorios no consiste en perdonar impunidades ni blindar privilegios: consiste en recordarnos cada día que la dignidad humana no admite retrocesos. Quizás sea llegada la hora de levantarse del sofá y pasar a la acción.