Un hermano de mi abuelo documentó los efectos del hambre en el gueto de Varsovia. Las autoridades israelíes de hoy deberían leerlo. Martín C...
Un hermano de mi abuelo documentó los efectos del hambre en el gueto de Varsovia. Las autoridades israelíes de hoy deberían leerlo. Martín Caparros.
Hubo un momento en que una de las palabras más terribles de cualquier idioma ya no fue suficiente. Decir hambre es decir la privación más cruel que puede sufrir una persona y, sin embargo, hay algo peor: la hambruna, cuando alguna causa generalizada –guerras, epidemias, catástrofes diversas— hace que muchas personas pasen hambre al mismo tiempo, en el mismo lugar: que no sólo sufran su hambre sino también la de todos los suyos.
En estos días, por desgracia, por vergüenza, la palabra hambruna suena sin parar. La hambruna supo ser, durante siglos, un arma de guerra: aquellos ejércitos rodeaban esas ciudades cuyas murallas no sabían derribar e impedían la entrada de comida hasta que el hambre las rendía o las devoraba. En la Europa “moderna”, con la aparición de los ejércitos profesionales —primero— y ciudadanos —después—, los generales dejaron de atacar a los civiles y se pelearon entre ellos. Hasta que el gran inspirador de tantos políticos actuales, un tal Adolfo, que fue de cabo a rabo, decidió recuperar el viejo truco de la hambruna y elaboró, para quedarse con el este de Europa y acabar con poblaciones que juzgaba superfluas, su Hungerplan.
Der Hungerplan tenía una excusa simple: no malgastar en las poblaciones de los países ocupados la comida que precisaban los ejércitos alemanes. Tan germano, el plan era meticuloso y sus cuatro categorías estaban perfectamente definidas según el nivel de alimentación que les correspondía. Se guiaban por una consigna del ministro de Trabajo nazi: “Una raza inferior necesita menos espacio, menos ropa y menos alimentos que la raza alemana”. Los “bien alimentados” eran los grupos locales que los nazis querían preservar para que colaboraran con ellos; los “insuficientemente alimentados”, que recibían un máximo de 1.000 calorías diarias, eran esos dominados cuyas vidas les daban igual; los “hambreados” eran las poblaciones que habían decidido reducir todo lo posible: judíos, gays, gitanos; los “exterminados por hambre” casi no recibían alimento; eran, entre otros, los soldados rusos prisioneros. (Sus captores los encerraban a la intemperie sin mantas, sin comida, con apenas unas gotas de agua; pese a que, en algunos casos, los agonizantes se comían a los muertos, ninguno sobrevivía más de tres semanas. En uno de esos campos varios miles de presos firmaron uno de los petitorios más brutales de la historia: que por favor los fusilaran. No lo consiguieron.)
El gueto judío de Varsovia fue un gran centro de aplicación del Hungerplan. Sus habitantes estaban, según la burocracia alemana, en la tercera categoría: mientras los soldados del Reich recibían 2.613 calorías por día y los polacos cristianos, 699, los polacos judíos del gueto tenían derecho a 184: un trozo de pan y un plato de sopa cada día. Con esas dosis la muerte no debía tardar; un sistema de solidaridad y contrabando consiguió que, en el primer año, solo un quinto de la población muriera de hambre y sus enfermedades: unas 100.000 personas.
Las historias de heroísmo y de infamia, de solidaridad y de egoísmo de esos días son extraordinarias: contrabandistas, colaboracionistas, mendigos, ladrones, resistentes, miles y miles hacían lo que fuera para conseguir unos bocados. “Las personas caían muertas de hambre. Morían cuando iban a trabajar, en la puerta de las tiendas. Morían en sus casas y los tiraban en un callejón sin ropa ni identificación, así su familia podía seguir usando sus cartillas de racionamiento. Los olores de muerte, podredumbre y mierda llenaban las calles”, describe Sherman Apt Russell en su Hunger.
En esas condiciones un grupo de médicos del hospital del gueto —que incluía a Bernardo Rosenberg, el hermano mayor de mi abuelo Vicente— empezó uno de esos proyectos que me producen, con perdón, cierto orgullo judío. No tenían remedios ni instrumental ni comida para curar a sus pacientes —ni la menor esperanza de sobrevivir—, pero podían estudiar intensamente la desnutrición y sus efectos, y lo harían para intentar aportar algo a la ciencia: ayudar a que, alguna vez, en otras condiciones, otros hambrientos tuvieran más opciones.
“Hombres sin futuro, en un esfuerzo de voluntad final, decidieron hacer una modesta contribución al futuro. Mientras la muerte los golpeaba, los que quedaban esperaron su propia muerte sin dejar de lado su tarea”, escribió el prologuista anónimo de ese trabajo que, contrabandeado fuera del gueto, se publicó en 1946. Su título en castellano sería Enfermedades de hambruna. Investigaciones clínicas sobre la hambruna en el Ghetto de Varsovia.
“Los primeros síntomas del hambre eran la boca seca, acompañada por el aumento de las ganas de orinar; no era raro tener pacientes que orinaban más de cuatro litros diarios. Después venía una pérdida rápida de grasas y un constante deseo de masticar, aún objetos no masticables. Estos síntomas disminuían según avanzaba el hambre; incluso la pérdida de peso se hacía más lenta. El siguiente grupo de síntomas era psicosomático: los pacientes se quejaban de debilidad general, de no poder cumplir las tareas más simples; se volvían perezosos, se acostaban con frecuencia, dormían con interrupciones y querían taparse para combatir una anormal sensación de frío. Se acostaban en su característica postura fetal, las piernas encogidas y la espalda arqueada, así que tenían contracturas de los músculos flexores. Se volvían apáticos y deprimidos. Hasta perdían la sensación de hambre; y aún así cuando veían algún tipo de comida, muchos la agarraban y la tragaban sin masticar. Su peso era entre 20 y 50 por ciento menor que antes de la guerra; variaba entre 30 y 40 kilos. El menor peso se observó en una mujer de 30 años: 24 kilos.”
Las descripciones clínicas, los datos estadísticos, las autopsias seguían páginas y páginas, implacables. Y los intentos, desesperados, de tratar a los pacientes: “Agregó hígado picado y sangre de vaca a la pequeña porción de comida del paciente. Le dio inyecciones de hierro, combinó una terapia de hígado y hierro. Le dio vitamina A. Le hizo transfusiones de sangre. Nada funcionaba. Al final, anotó que los mejores resultados fueron obtenidos al proveer alimentación adecuada con un valor calórico apropiado. Estos resultados eran previsibles, porque la única terapia racional para el hambre es la comida”, decía aquel librito heroico.
Las autoridades israelíes actuales deberían buscarlo: seguro que lo tienen en alguna biblioteca, incluso en un museo. Al fin y al cabo, somos el pueblo del libro —y la Shoah. Allí encontrarán ese tratamiento definitivo para que las personas no se mueran de hambre, que podrían aplicar a sus víctimas en Gaza. Allí encontrarán, sobre todo, una idea del hombre y de la humanidad que tantos judíos tuvieron y tenemos y unos pocos, ahora, están pisoteando con una saña que nos avergüenza. Del Holocausto se vuelve; del Genocidio, no. - Martín Caparrós Rosenberg
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