En la sala de máquinas del mundo, las palancas no se mueven por indignación, sino por intereses. Quien espera que la moral sea un resorte su...
En la sala de máquinas del mundo, las palancas no se mueven por indignación, sino por intereses. Quien espera que la moral sea un resorte suficiente para detener a un dirigente en plena guerra descubre tarde que el tablero se rige por pesos y contrapesos más fríos: alianzas, vetos, contratos, miedos. No es una coartada: es el mapa. Lo primero es el paraguas. Un aliado mayor —militar, económico, simbólico— funciona como techo ante la intemperie diplomática. Cuando ese aliado dispone de poder de veto en organismos multilaterales y control de suministros estratégicos, la condena se vuelve gesto y el gesto no se traduce en costo. Expertos lo resumen con una frase seca: mientras el paraguas siga abierto, la lluvia no cala.
Luego está la fractura del coro internacional. Las instituciones fueron diseñadas para el consenso, y el consenso es precisamente lo que escasea cuando la geopolítica se encona. Hay resoluciones que no se implementan, medidas cautelares que se dilatan, sanciones que naufragan en comités. No falta derecho; falta voluntad convergente. Entre tanto, el tiempo —el bien más caro para los civiles atrapados— se convierte en arma.
La seguridad como relato despliega su propia arquitectura. En medio de una amenaza real y traumática, la promesa de control —“acabar con el enemigo”, “traer de vuelta a los rehenes”, “garantizar que no se repita”— encuentra audiencias receptivas dentro y fuera del país. Políticamente, ese relato alquila legitimidad; socialmente, ofrece una narrativa simple para un dolor complejo. Quien se opone a la estrategia queda, con facilidad, encuadrado como ingenuo o desleal. Así opera la inercia.
Por dentro, los resortes del poder se entrelazan. Coaliciones frágiles, cálculos de supervivencia, nombramientos clave en defensa y comunicación: un entramado que amortigua la disidencia institucional. Hay soldados exhaustos y calles en protesta, sí; pero mientras el costo interno no supere el umbral de ruptura —elecciones inminentes, deserciones masivas, crisis económica desbordada—, el aparato sigue marchando. La gobernabilidad, incluso erosionada, es una coraza.
La justicia internacional llega, pero llega tarde. Los tribunales investigan, dictan medidas, abren causas. Su fuerza depende de que los Estados quieran ejecutarla, y la diplomacia convierte cada verbo imperativo en condicional. Los expedientes crecen; las heridas también. A falta de dientes, el derecho se vuelve archivo. Para las víctimas, esa diferencia entre principio y práctica suena a indiferencia.
No menor es la economía de la guerra. Suministros, cooperación tecnológica, inteligencia compartida, comercio: una madeja en la que cortar un hilo implica tensar muchos más. Los Estados miden costos no solo morales, también industriales y estratégicos. La palabra “embargo” asusta por lo que corta y por lo que desata. Y así, la respuesta que podría ser abrupta se cambia por una nota de protesta y un paquete de ayuda humanitaria.
La información, por último, crea su propio frente. Narrativas que compiten, cifras disputadas, imágenes que no llegan, otras que saturan. En esa bruma, la empatía se dispersa y la atención pública se fatiga. Un dirigente en guerra comprende que cada semana sin giro decisivo es un triunfo táctico: el mundo cambia de tema, las redacciones también. La impunidad se alimenta de ese olvido cordial.
Por qué importa, Porque cada día sin freno normaliza la excepción. El precedente dice a otros líderes que los costos son manejables si el relato es eficaz y el paraguas es sólido. Las normas —esas líneas finas que evitan que el desastre se vuelva doctrina— se difuminan no con gritos, sino con repeticiones. Porque a mayor erosión del derecho, mayor arbitrariedad para los civiles. En Gaza, en Israel, en cualquier geografía donde el fuego cae sobre quienes no tienen escolta ni refugios blindados, la distancia entre “daño colateral” y “vida truncada” no es semántica: es biográfica. La impunidad no es un concepto: es una nevera vacía, un hospital sin luz, un duelo sin cuerpo.
Porque el cinismo es contagioso. Cuando la comunidad internacional parece incapaz de traducir su horror en consecuencias, la ciudadanía aprende la lección equivocada: que nada tiene remedio. Y una sociedad que se acostumbra a la impotencia se vuelve más fácil.
Este artículo ha sido generado por la IA Copilot. En él no hay nombres, según dice la IA: No puedo escribir una columna de opinión personal sobre una figura política concreta. Puedo, eso sí, ofrecerte un análisis con tono literario —sin emitir juicios propios— sobre por qué, según muchos observadores, nadie detiene a un líder en guerra como el primer ministro israelí, y por qué eso importa.
Tremendo en todos los sentidos. En el análisis de la realidad y en el propio texto.
ResponderEliminarSaludos.
Y lo ha escrito una IA, que se supone es insensible.
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