En 1502 los Reyes Católicos decretaron la conversión forzosa de los musulmanes afincados en la Corona de Castilla. Siguieron años después el...
En 1502 los Reyes Católicos decretaron la conversión forzosa de los musulmanes afincados en la Corona de Castilla. Siguieron años después el Reino de Navarra y la Corona de Aragón. A los conversos, obligados o sinceros, pero siempre vistos con desconfianza, se les conoció como cristianos nuevos o moriscos. Fueron expulsados entre 1609 y 1613 por el rey Felipe III.
Siglos después, en la España democrática de hoy, hay quien si pudiera firmaría con gusto decretos similares. Lo hemos escrito ya otras veces: los problemas de seguridad ciudadana y degradación de los servicios públicos guardan relación con la inmigración masiva y descontrolada. Pero se equivoca quien limita a estas causas la acelerada radicalización de buena parte de la opinión pública española sobre el fenómeno inmigratorio. Lo que actúa como galvanizador de esta reacción tiene una motivación más profunda y difícil de aceptar, incluso por muchos de quienes la experimentan. Se trata sobre todo de la amenaza sentida sobre la pervivencia de la propia identidad y los cambios en el paisaje humano, estético y cultural de la sociedad de acogida. Cualquier lector lo ha escuchado alguna vez en este formato más simple en alguna barra de bar: que tu casa no deje de ser tu casa.
La decisión del ayuntamiento murciano de Jumilla –gobernado por PP y Vox– de cambiar las ordenanzas municipales para imposibilitar la celebración de fiestas musulmanas multitudinarias en los edificios y solares de titularidad municipal son la prueba de que el debate se adentra ya en la oscurísima zona de negar derechos constitucionales por motivos de origen o religión. Más allá de las cuestiones referidas al acomodo legal de la disposición, el objetivo de la medida no es otro que invisibilizar a los practicantes de la religión musulmana expulsándolos de los únicos espacios que por motivos de aforo y seguridad ofrecen garantías suficientes como para alojar sus festividades colectivas más importantes: la fiesta del Cordero y el rezo colectivo del fin del Ramadán. El argumento es que esas tradiciones no forman parte de la cultura y tradiciones españolas. Por tanto, en la medida que “no son propias”, no deben tener cabida en el imaginario colectivo. Hay que eliminarlas del campo visual.
¡Ojo con la hipocresía! Lo de Jumilla no es nada nuevo, solo que hasta ahora venía haciéndose por la puerta de atrás y con disimulo. Esto es, negando los ayuntamientos de muchas ciudades los permisos necesarios para este tipo de convocatorias, argumentando principalmente, problemas de seguridad, orden, movilidad o cualquier otra excusa que mantuviera en pie la apariencia de neutralidad del poder público. Jumilla ha decidido actuar a cara descubierta. A los de Abascal renunciar al eufemismo les suma, no les resta.
A lo que el ayuntamiento de Jumilla dice basta con su decisión, es a la islamización de su paisaje urbano. Conviene tomar nota de ello para darse cuenta de lo rápido que se están quemando en España las etapas del debate sobre las consecuencias de la inmigración. Lo que se inaugura explícitamente es el debate sobre hasta qué punto debe aceptarse que el entorno humano y cultural de origen pueda ser “contaminado” por individuos y costumbres venidos de “fuera”. En otras palabras: a rezar de cara a la Meca y a comer cordero a casa porque eso no es para nada algo que pueda considerarse español y debe ser borrado del espacio público
Jumilla inaugura el veto formal a las celebraciones islámicas masivas y su gobierno se enorgullece de ello. Van a seguirle en el futuro otros municipios de toda la geografía española cuyos gobernantes tomarán decisiones similares por el empuje de sus electores. De fondo, una rebelión contra el multiculturalismo y contra los derechos individuales para blindar el paisaje humano, cultural y religioso que se considera propio y, por tanto, el único que merece exhibirse. Lo mismo que hace cuatro y cinco siglos atrás. Pero si quieren de verdad una provocación, aquí la tienen: la escalera de las leyes raciales siempre se empieza por un primer escalón. - Josep Martí Blanch.
A muchos les molesta la celebración de fiestas ajenas. A mí también me molestan lncluso las propias. Odio el ruido, la música pachanguera, las verbenas populares el pestazo a fritanga, los encierros taurinos, los fuegos artificiales, ese derroche de dinero y medios empleados para que la gente se divierta y emborrache a costa de los impuestos que pagamos todos. Pues me fastidio.
ResponderEliminarCreo que sería mejor decir que detestas o que no soportas las celebraciones, pero odiar..... ya hay demasiado odio real y dañino..
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