Vivimos en una paradoja histórica. Edward O. Wilson lo resumió con una frase que resuena con fuerza: “Tenemos cerebros del paleolítico, instituciones medievales y tecnología del futuro.” Una tríada que no es solo una metáfora, sino una radiografía de nuestra fragilidad contemporánea. Nuestro sistema límbico continúa reaccionando cómo si todavía viviéramos en tribus de cazadores-recolectores. El miedo, el tribalismo, la investigación de seguridad inmediata… todo ello configura decisiones que a menudo no responden a la complejidad del presente. La política del algoritmo lo sabe: nos seduce con emociones primarias, nos polariza, nos simplifica.
Los gobiernos, los parlamentos, incluso las democracias más consolidadas, parecen operar con lógicas que pertenecen a otro tiempo. La lentitud, la jerarquía, la incapacidad para responder a retos transversales como la crisis climática, la migración o la inteligencia artificial, nos dejan en un limbo institucional. Cómo si usáramos mapas antiguos para navegar un territorio que ya no existe.

Mientras tanto, la tecnología avanza con vértigo. La inteligencia artificial, la edición genética, la automatización… nos ofrecen posibilidades que frotan el divino, pero sin el marco ético que las contenga. Quién decide qué es justo en un mundo donde los algoritmos predicen nuestras emociones antes de que las sintamos?

Cómo habitar esta tensión sin rompernos? - No se trata de escoger entre pasado y futuro, sino de reconciliar nuestras capas temporales. Educar el cerebro porque no se rinda al miedo. Reformar las instituciones para que abracen la complejidad. Humanizar la tecnología porque no nos deshumanice. Quizás el camino no es acelerar, sino respirar. Recuperar el pensamiento lento, la conversación íntima, la mirada larga. Cómo dice David Pastor Vico, “la filosofía no sirve para vivir más, pero sí para vivir mejor.”

Y así, en medio del ruido, quizás podremos imaginar un futuro donde el cerebro paleolítico aprenda a contemplar, donde los gobiernos medievales escuchen el murmullo de la calle, y donde la tecnología del futuro acontezca herramienta de ternura. Porque no hay algoritmo que sustituya el tremor de una mano que escribe con esperanza.