Hace unos meses, un grupo de investigadores propuso una escala para medir la adicción a YouTube. La llamaron YouTube Addiction Scale y la validaron con más de mil estudiantes iraníes. Los resultados fueron inequívocos demostrando que la conducta de uso problemático responde a los mismos seis componentes que cualquier otra adicción —saliencia, modificación del ánimo, tolerancia, abstinencia, conflicto y recaída—. La dopamina digital no distingue entre nicotina o notificación. El vídeo corto, el refuerzo inmediato, el estímulo constante forman la arquitectura del deseo diseñada para que nunca dejemos de mirar la pantalla.
YouTube que nació como carrusel doméstico de ocurrencias se ha convertido en una autopista de dopamina que educa, entretiene y desinforma a partes iguales. Su mayor innovación ha sido descubrir que el tiempo de visionado se multiplica cuando se elimina la decisión. El autoplay —esa función que reproduce un vídeo tras otro sin pedir permiso— es el equivalente digital del vaso del alcohólico que el camarero diligente llena una y otra vez en la barra del bar sin que el parroquiano se lo pida. Lo que era una herramienta pedagógica y/o de ocio se ha convertido en un flujo ininterrumpido de contenido que sustituye la elección por la inercia y transforma a toda una generación en clones de Ignatius J. Reilly.
Esa misma lógica la han replicado TikTok, Instagram y todas las demás. El scroll infinito es la «droga» más barata y eficaz jamás inventada. El algoritmo no busca la verdad ni la belleza, busca que el usuario se enganche y quede atrapado mientras se le deseca el cerebro como a una mosca en el ámbar digital de su propia atención. Las tecnológicas no han tardado en crear un concepto para medir cuanto tiempo nos quitan, se trata del share of mind y equivale al tiempo de atención que una plataforma logra monopolizar. Cuanto más tiempo pasamos en YouTube, TikTok o Instagram —y más pensamos en volver a ellas cuando no estamos conectados—, mayor es su share of mind. En otras palabras: no compiten ya por nuestros clics, sino por nuestra conciencia.
En febrero, el condado de San Diego presentó una demanda histórica contra Meta, Google, Snap y TikTok. Los acusa de diseñar deliberadamente plataformas “manipuladoras” y “adictivas”, sabiendo que los adolescentes son particularmente vulnerables. La demanda, amparada en la figura legal de “molestia pública”, cita un aumento del treinta por ciento en diagnósticos de salud mental infantil y un incremento del quinientos por ciento en visitas de urgencia por crisis de ansiedad o depresión desde 2010. La fiscalía no habla de daños colaterales: habla de daños planificados. Las empresas niegan la acusación con el cinismo de quien factura miles de millones. Google alega que “YouTube no es una red social”. Meta insiste en que sus “herramientas de bienestar” demuestran buena voluntad. Lo mismo dijo la industria del tabaco en los ochenta. Lo mismo decían los fabricantes de máquinas tragaperras antes de que se regularan las luces intermitentes.
La prueba más contundente no está en los tribunales, sino en las aulas. Jessica Grose lo relataba en The New York Times bajo el título “The Unexpected Upside of Phone Bans in Schools”: tras prohibir el uso del móvil en las escuelas públicas de Kentucky, los préstamos de libros en las bibliotecas se dispararon. En apenas diecisiete días, un instituto con solo un diecisiete por ciento de alumnos competentes en lectura había prestado 1.200 libros, casi la mitad de todo el año anterior. Cuando los adolescentes se vieron privados de TikTok durante ocho horas diarias, descubrieron algo impensable: el aburrimiento conduce a la lectura. Según la National Assessment of Educational Progress, un tercio de los estudiantes de último curso de secundaria carece de habilidades básicas de lectura.
Mientras tanto, aquí en España el ministro de Transformación Digital acompaña en el Congreso a los directivos de Google para legitimar el uso de YouTube en las aulas. ¿Con qué cantos de sirena se siente impelido a acudir Óscar López a un acto así? ¿Quizás piense que se trata de progreso tecnológico? ¿Modernización de la educación? O tal vez sea algo mucho más mundano y el señor ministro piense como casi toda la clase política en el corto plazo y fantasee con los pequeños ajustes «algorítmicos» pueden decantar unas elecciones. Porque en la nueva política del clic, gobernar ya no consiste en convencer a las personas, sino en manejar las pantallas que las hipnotizan. Y quienes controlan esas pantallas, controlan también el pulso invisible de la opinión pública, esa plaza digital donde la atención se compra, se mide y se vende al mejor postor.
Desde luego, a estas alturas, no hay nada más reaccionario que confundir pedagogía con marketing ni más ingenuo que pensar que un algoritmo que arruina la atención fuera del colegio servirá para cultivarla dentro. Y lo que empezó como una promesa de acceso ilimitado al conocimiento ha terminado siendo una fábrica de impulsos, el robo a gran escala a los creadores y la colonización definitiva de la mente por parte del capital tecnológico. Las plataformas no educan: extraen. No comparten cultura, la mercantilizan; no difunden conocimiento, lo empaquetan en fragmentos diseñados para durar lo que tarda en aparecer el siguiente anuncio. ¿Para cuándo esta otra descolonización señor Urtasun, ministro de Cultura? Porque mientras debatimos sobre lenguas cooficiales y patrimonio inmaterial, las plataformas están expoliando a todos esos autores que desde su Ministerio apoyan.
Sigamos con la idiotización de la ciudadanía, que me voy por las ramas. La cronología coincide: en el 2013, cuando los smartphones se consolidaron en el aula, las puntuaciones en lectura y matemáticas comenzaron a caer de manera sostenida y se empieza observar un estancamiento e incluso una reversión del Efecto Flynn. A la vez, la proporción de adolescentes “casi constantemente en línea” se duplicó. Sabemos que correlación no implica causalidad, pero cambiar el ejercicio de pensar por el de deslizar tiene todas las papeletas para ser la antesala de un empobrecimiento cognitivo colectivo. No hace falta un comité científico para intuirlo.
Instagram, por su parte, ha llevado este experimento a un terreno más oscuro. El informe Teen Accounts, Broken Promises —publicado por Fairplay y Global Action Plan— demuestra que la plataforma de Meta incumple sus propias normas de protección infantil. Las cuentas de prueba, configuradas como adolescentes de trece a dieciséis años, recibieron mensajes de adultos desconocidos, invitaciones a grupos con contenido sexual y recomendaciones de perfiles con material sobre autolesiones o trastornos alimentarios. Es decir, el algoritmo no solo no protege: amplifica el daño. El estudio revela que Instagram permite que adultos moneticen cuentas que sexualizan a menores, que el sistema de denuncias es ineficaz y que las recomendaciones algorítmicas continúan empujando a los adolescentes hacia zonas de riesgo. Meta, la empresa que prometió proteger a los jóvenes, prioriza el tiempo de pantalla sobre el bienestar. Sus promesas rotas son una constante: el “centro de seguridad para familias”, la “verificación de edad mejorada”, la “experiencia supervisada” son solo marketing.
Y aún podemos ir más allá porque Instagram es para muchos adolescentes la puerta de entrada a la prostitución tanto para ejercerla como para practicarla. Sin embargo, la ministra de Igualdad Ana Redondo que tanto presiona para abolir el negocio del sexo de pago no se entera de lo que tiene delante de sus narices. Instagram funciona como escaparate, OnlyFans como transacción, y el cuerpo —especialmente el femenino— como mercancía algorítmica. Es un mercado perfectamente engrasado en el que el algoritmo sustituye al proxeneta y la exposición voluntaria hace innecesario el burdel. Ya no hace falta una esquina ni un intermediario: basta con un perfil, una cámara y la ilusión de control. Pero detrás de esa apariencia de libertad hay una maquinaria que convierte el deseo en dato y la intimidad en producto, mientras el Estado mira hacia otro lado, demasiado ocupado en legislar la moral como para entender cómo se está mercantilizando el alma. Y los números son espeluznantes. Investigue.
Ya ven que vuelvo a desviar y es que es ponerse a analizar los algoritmos de las plataformas y se multiplican los frentes. Mientras el código perfecciona su capacidad para mantenernos enganchados, los adultos nos hemos rendido a la misma dependencia que criticamos en los jóvenes. La frontera entre el adolescente distraído y el profesional hiperconectado se ha vuelto borrosa. No hay aula sin notificación, ni sobremesa sin pantalla. Las redes nos han convertido en animales de respuesta inmediata, esclavos de un mecanismo de refuerzo que alterna el miedo a perdernos algo con la recompensa de una aprobación efímera. La adicción digital no es ningún accidente, es un modelo de negocio. Las empresas tecnológicas diseñan su producto como un casino portátil. Cada scroll es una tirada, cada “me gusta” un destello de dopamina, cada recomendación un cálculo estadístico de nuestras flaquezas. Los científicos lo saben, los legisladores lo intuyen, pero los usuarios seguimos apostando.
¿He dicho Casino? He dicho casino. ¡Me cago en todo! Y aquí otro melón: el fomento de la ludopatía con los videojuegos actuales. Las administraciones, no contentas con haber permitido que florezcan salones de juego en cada manzana, han decidido no percatarse de que la industria del entretenimiento digital convierte a millones de menores en aprendices de apostador. Ya no hace falta cruzar la puerta de un local con neones y cristales opacos para engancharse al juego, basta con encender la consola, el móvil o el ordenador. La mecánica es siempre la misma: inyecciones de dopamina vía píxeles. Los llamados loot boxes, esos cofres virtuales que conceden recompensas aleatorias a cambio de dinero real son exactamente lo que parecen: tragaperras con diseño de videojuego. Y lo más perverso es que, al presentarse como parte de una “experiencia lúdica”, consiguen escapar a toda regulación. Un niño de doce años no puede comprar un boleto de lotería, pero sí gastar la tarjeta de sus padres intentando conseguir un skin legendario en Fortnite o un jugador dorado en FIFA Ultimate Team.
Qué tiempos cuando jugábamos a The Monkey Island y los cofres virtuales contenían ingeniosas pistas para avanzar en lugar de llamativas gemas para aumentar tu colección de armas. Entonces el premio te subía la autoestima; ahora te frustra con número de monedas que no es suficiente para adquirir algún ítem necesario para avanzar en la sucesión de fases infinitas. Los algoritmos que rigen estos sistemas están diseñados desde el neuromarketing para generar frustración mientras se intercalan pequeñas victorias con “ofertas temporales” que simulan oportunidad y urgencia. Todo responde al mismo principio que los casinos de Nevada: reforzamiento variable, esa técnica psicológica que Skinner describió en sus experimentos con palomas. Ahora, tristemente, el casino lo tenemos en nuestras manos, las cartas las reparte una IA y el dinero desaparece digitalmente con los sibilinos micropagos y agotadoras suscripciones.
Mientras el ministro Pablo Bustinduy lucha a brazo partido para que no paguemos por las maletas en cabina de las compañías low cost, a la Dirección General de Ordenación del Juego que depende de su Ministerio ni se la ve ni se la espera en un tema tan serio. Las instituciones se felicitan por “fomentar la innovación en el sector del videojuego” y hasta subvencionan ferias y eventos que son, en la práctica, pasarelas de ludopatía adolescente con luces de neón y camisetas corporativas. La retórica oficial es siempre la misma: industria cultural, formación en competencias digitales, economía creativa. Lo que no dicen es que el modelo de negocio dominante se basa en la adicción, no en la creatividad. No queda otra mencionar que varios países de nuestro entorno ya tratan los loot boxes como apuestas encubiertas: Bélgica y Países Bajos las han prohibido, mientras Noruega, Dinamarca y Reino Unido las regulan o exigen transparencia sobre las probabilidades de premio. Japón ya vetó su versión local por fomentar la adicción. Basta ya de celebrar la gamificación.
En los años sesenta, Herbert Marcuse proponía que la tecnología podía disfrazarse de liberación para acabar controlándolo todo. Medio siglo después, el diagnóstico se ha confirmado. Pensábamos que las máquinas nos liberarían del trabajo y, al final, nos tienen esclavizados en el ocio. El algoritmo no se cansa, y por lo visto, nosotros tampoco. El asunto no es solo de salud mental. Es de libertad, o de lo que queda de ella. Cuando una generación crece sin tiempo para aburrirse, también pierde la costumbre de pensar. La atención es el petróleo de este siglo, y los dueños de YouTube, TikTok o Instagram la extraen sin remordimientos. No se limitan a distraernos, sino que deciden qué tenemos que mirar y qué «verdad» debe ser la que conozcamos. Si el algoritmo determina lo que nos gusta, ya no queda espacio para decidir nada. Solo seguimos la corriente, con el pulgar, creyendo que somos libres porque elegimos el color del grillete.
Las prohibiciones de móviles en las escuelas son un primer gesto de resistencia. No porque vayan a devolvernos súbitamente la concentración perdida, sino porque establecen un límite simbólico. La escuela no puede competir con las tecnológicas en estímulos, pero sí puede ofrecer una alternativa: silencio, tiempo, profundidad. Si un adolescente se aburre, quizá empiece a leer; si lee, quizá empiece a pensar. En esa cadena de acontecimientos reside el camino para recuperar la dignidad intelectual. Lo que preocupa no es solo el daño que estos sistemas causan, sino la naturalidad con que lo aceptamos. Hablamos de “consumo de contenidos” como si se tratara de alimentos, pero no hay trazabilidad ni información nutricional en la etiqueta. Tampoco contamos con un medidor de la ansiedad generada por nuestro timeline, desconocemos cuánta autoestima destruye la comparación constante o cuántos neurotransmisores se liberan en cada reel. Hemos convertido el ocio en un laboratorio de reacciones químicas.
El siglo XXI nos ha convertido en materia prima para la economía de la distracción. La solución no vendrá de las empresas que se benefician del problema ni de gobiernos que confunden digitalización con progreso. Hacen falta respuestas institucionales a todos estos algoritmos que amplifican los clásicos males que afectan al ser humano desde el principio de los tiempos como son las adicciones, el expolio o la prostitución. También hay que pedirle a la ciudadanía reflexión y activismo contralgorítmico. Una contralgoritmia que enseñe a distinguir el deseo del estímulo, el conocimiento del contenido, la conexión del consumo. Que regule, pero también que reeduque; que entienda que proteger la mente es una forma de justicia social. Porque lo que está en juego no es solo la salud mental de nuestros hijos, sino la soberanía de nuestras conciencias. De YouTube a Instagram, pasando por TikTok, OnlyFans o los videojuegos con cofres que suenan como monedas cayendo, el mensaje es el mismo: quieren tu atención, no tu opinión. La contralgoritmia no es nostalgia de un pasado analógico, es una defensa del pensamiento libre en una era que pretende programarlo todo, incluso la mente.
De YouTube a Instagram. Los algoritmos que te idiotizan, te roban o fomentan la prostitución y el juego. Artículo elaborado para su lectura por parte de Óscar López, Ernest Urtasun, Ana Redondo y Pablo Bustinduy.
Nuevas formas adictivas que sustituyen a las antiguas de dependencia de religiones, dignatarios o profetas. Diríamos que todos estos han encontrado en las redes una manera de perpetuar sus imbecilidades respectivas. Y seguir teniendo files acólitos.
ResponderEliminarAsí és, solo que ahora a las religiones, dignatarios o profetas, les resulta mucho más fácil idiotizar al personal.
ResponderEliminarA nivel individual tenemos un pase, pero como colectivo, es decir a nivel de sociedad, la idiotización va en aumento. Y no me refiero solo en lo tocante al consumismo compulsivo. Como bien se dice en el artículo, vivimos en la sociedad de la distracción, la " sociedad del espectáculo", según Guy Debord.
ResponderEliminarCreo que no tenemos cura.
Es aquello que decía Einstein del universo y a estupidez humana: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro.”
ResponderEliminarSaludos