EL RADAR DE LA ESTUPIDEZ


 Si bien hay muchos más mecanismos que podrían definir la estupidez, terminemos esta síntesis con la «cínica desconfianza» que padece el estúpido, e incluso el idiota, de manera mucho más marcada que los demás. El cinismo se define como un conjunto de creencias negativas sobre la naturaleza humana y sus motivaciones. El idiota muy a menudo es víctima de cinismo sociopolítico, basta con 
preguntarle. Algunas frases sin verbo marcan sus reflexiones cotidianas: «Todo podrido»; «Radares = extorsión, negocio»; «¿Los psicólogos? Puros charlatanes»; «¿Los periodistas? Lameculos». Piensa que la gente es honesta solo porque tiene miedo de que la atrapen.

El idiota vive en un mundo de incompetencia y engaño. Los estudios demuestran que los estúpidos cínicos son tan poco cooperativos y tan desconfiados que pierden oportunidades profesionales y por eso terminan con ingresos más bajos que los demás.

Al final, se podría decir que el estúpido encarna una especie de exageración de diversas tendencias psicológicas identificadas por los investigadores. Y aquel que las reúna todas será percibido como el «rey de los estúpidos», incluso como el más grande imbécil que jamás haya existido sobre la faz de la Tierra.

Sin embargo, tal vez la pregunta que nos debamos hacer sea: «¿Por qué hay tantos?». Es cierto, basta gritar «pobre estúpido» en la calle para que todo el mundo se gire. Una vez más, la literatura científica nos aporta esta respuesta y muchas otras.

Para empezar, estamos equipados con un radar para la estupidez: el sesgo de negatividad. Es la tendencia a dar más importancia, atención e interés a las cosas negativas que a las positivas. El sesgo de negatividad tiene graves consecuencias para las opiniones de los seres humanos, que se llenan de prejuicios, estereotipos, discriminación y supersticiones. En las tareas domésticas, en seguida nos fijamos en los detalles cuando no están terminados, pero nunca cuando sí lo están... Por lo tanto, es gracias al sesgo de negatividad que somos capaces de identificar más deprisa a un estúpido que a un genio en un entorno social complejo. Por otra parte, ese sesgo nos hace percibir más intención detrás de una circunstancia negativa que detrás de una positiva. Si buscamos un objeto en casa, tendemos a pensar que no lo perdimos nosotros, sino que alguien más lo puso en alguna parte: «¿Quién ha cogido mi...?». Al final, si algo falla, tendemos a pensar que hay una intención humana detrás, que es culpa de un gran estúpido que lo ha arruinado todo.

Por último, hay que destacar que los investigadores han descubierto el error fundamental de atribución:21 cuando observamos a una persona, atribuimos su comportamiento a su naturaleza profunda, más que a las causas externas. En muchos casos, la conclusión se hace evidente: es un idiota. Así, cuando un coche nos adelanta a toda velocidad, es porque su conductor es un animal, y no porque su hijo se hizo daño en la escuela y está yendo a buscarlo; cuando un amigo tarda más de dos horas en responder nuestro correo seguramente es porque está de mal humor y no porque su conexión a internet esté fallando; si un colega no nos ha reenviado el archivo, es porque es perezoso y no porque esté saturado de trabajo; si el profesor me responde de forma brusca, es porque es idiota y no porque mi pregunta sea tonta. Este mecanismo también aumenta nuestra capacidad de ver estúpidos por todas partes. He ahí al menos dos razones por las que somos tan sensibles a la estupidez. Psicología de la estupidez - Steve Pinker.

La llamada ley de Brandolini o principio de asimetría de la estupidez (the bullshit asimmetry) es una idea publicada en línea en el año 2013, por el programador italiano Alberto Brandolini. Este dicta que la cantidad de energía necesaria para refutar una estupidez, falsedad o engaño (“bullshit”) es un orden de magnitud mayor que el requerido para producirla (Brandolini, 2013).

Dicha propuesta, a primera vista simple y humorística, pone en evidencia uno de los obstáculos más importantes que ha enfrentado la ciencia desde sus inicios: la clara desventaja que tiene el pensamiento racional y la información basada en hechos, frente a los argumentos populares y posturas emocionales que habitan la opinión pública.

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