En los últimos años, la política democrática ha experimentado una transformación silenciosa pero profunda. Lo que antes se entendía como la participación de ciudadanos libres e iguales en la deliberación pública, parece estar cediendo terreno a una forma de representación basada en la pertenencia a colectivos definidos por el malestar. Esta deriva nos lleva a preguntarnos si estamos asistiendo al retorno de una democracia orgánica, en la que el individuo solo cuenta en tanto que parte de una fracción social.

La lógica que domina hoy el espacio público es la de la visibilización del sufrimiento. El ciudadano, para ser escuchado, debe presentarse como portador de una herida, como miembro de un grupo que reclama reconocimiento por su singularidad y sus padecimientos. La política se convierte así en una pugna por sumar identidades dolientes al caudal electoral. Los partidos, los parlamentos y los medios de comunicación se ven compelidos a representar esta diversidad de malestares, como si la legitimidad democrática dependiera de la capacidad de mostrar cuántas heridas se pueden reunir bajo una misma sigla.

En este contexto, el individuo que no se identifica con ninguna causa, que no reclama atención por su dolor, se vuelve invisible. La condición de “simple ciudadano” ya no basta. Para contar, hay que dolerse. La historia del español, podríamos decir con ironía, ha pasado del orgullo del hidalgo al lamento del “me duele algo”.

¿Qué entendemos por democracia orgánica? - El término “democracia orgánica” tiene una historia ambigua. Antes de ser apropiado por el franquismo, fue una propuesta krausista que aspiraba a una representación política basada en los cuerpos sociales —familia, municipio, gremio— en lugar del individuo abstracto. En su versión autoritaria, esta idea justificaba la exclusión de los partidos políticos y la supresión del sufragio universal. Pero en su versión contemporánea, la democracia orgánica no se impone desde arriba, sino que emerge desde abajo, como resultado de una fragmentación identitaria que convierte la política en una suma de partes sin un todo.

Lo que vemos hoy no es una imposición institucional, sino una transformación cultural. La ciudadanía se redefine como pertenencia a una comunidad de dolor. La deliberación racional cede ante la emotividad. La universalidad de los derechos se diluye en la particularidad de las demandas. Y la política se convierte en una competición por el reconocimiento simbólico.

El riesgo de la fragmentación- Esta deriva plantea riesgos evidentes. Cuando la legitimidad política se mide por la capacidad de representar malestares, se corre el peligro de convertir la democracia en una feria de agravios. La cohesión social se debilita. La deliberación se empobrece. Y el ciudadano se ve obligado a buscar una identidad que lo haga visible, aunque sea a costa de su autonomía.

La democracia no se defiende sola. No sobrevive con ciudadanos pasivos, ni con discursos vacíos. Necesita a personas libres que piensen, que cuestionen, que participen. Necesita coraje para decir la verdad, aunque incomode. Y sobre todo, necesita que dejemos de competir por tener razón y empecemos a construir razones juntos.

Si no recuperamos la idea de ciudadanía como participación activa y racional en la vida pública, la democracia se convertirá en una carcasa vacía, manipulable, frágil. El gran reto de nuestro tiempo no es solo preservar las formas democráticas, sino llenarlas de sentido. Y esto comienza -y acaba- con nosotros.