Un escritor francés, en un libro reciente, cita al emperador e historiador romano Tácito, que, relatando la trayectoria militar de Pompeyo, señala que un jefe de los íberos dijo: “Cuando lo han destruido todo, los romanos lo llaman paz”. ¡Y eso en el año 72 antes de Cristo! ¡Esa era la paz de los muertos! Pero la paz solo es paz cuando es la paz de los vivos y para los vivos. Después de la destrucción no hay paz; únicamente hay un posible acuerdo para dejar de destruir lo que queda. ¡Un pacto para sobrevivir y nada más!

La paz entre Israel y Palestina es posible, pero enfrenta obstáculos profundos; y el gobierno de Netanyahu, aunque estable hasta ahora, podría caer si sus aliados de extrema derecha se sienten traicionados por concesiones en Gaza. Hay señales de apertura, como el plan de 20 puntos impulsado por Donald Trump, que propone un alto el fuego, liberación de rehenes, desarme de Hamás y reconstrucción de Gaza bajo supervisión internacional. Hamás ha mostrado disposición a negociar, lo que algunos gobiernos, como el español, consideran un paso hacia un “horizonte de paz”. Sin embargo, la paz duradera exige más que acuerdos técnicos: debe incluir el reconocimiento de un Estado palestino, el fin de la ocupación y respeto a los derechos humanos, como exige Amnistía Internacional. El principal escollo sigue siendo Hamás, cuya desaparición del mapa político es vista como condición por Israel. Además, la desconfianza mutua y la falta de voluntad para ceder complican cualquier negociación.

La paz es técnicamente posible, pero políticamente frágil. Y el gobierno de Netanyahu, aunque resistente, está en equilibrio precario: cualquier paso hacia la paz que implique concesiones podría desencadenar su colapso. 

Mientras tanto, igual al volátil de Donald Trump, el asunto deja de interesarle si este viernes no le conceden el Premio Nobel de la Paz.