El sentido del humor y el afable relativismo de Eduardo Mendoza, contrapuestos a la severa mirada crítica de Byung-Chul Han. Así se plantearon las dos primeras intervenciones de galardonados por la Fundación Princesa de Asturias: con miradas complementarias al mundo.

El novelista barcelonés no defraudó a un auditorio entregado, tras una semana ovetense en olor de multitudes, y contando este viernes con Salvador Illa entre los asistentes. Recurrió a su característica “self deprecation” e hizo reír varias veces a los presentes.

“Este premio –dijo- ha sido para mí una sorpresa, un honor, una alegría y también un incentivo, porque yo, si no me miro al espejo, todavía me considero una joven promesa de la Narrativa Española. Lo último que se pierde no es la esperanza, sino la vanidad”. Mirando atrás recordó que “en el colegio recibí una educación estricta, tediosa y opresiva. Tenazmente me inculcaron las virtudes del trabajo, el ahorro y el decoro, gracias a lo cual salí vago, malgastador y un poco golfo, tres cosas malas en sí, pero buenas para escribir novelas”.

Expuso con retranca haber crecido “en una Barcelona tranquila, laboriosa y conservadora, cuna de santos infantiles y abuelos entrañables. También un ciudad portuaria, viciosa y canalla. Yendo de la una a la otra y buceando en bibliotecas y hemerotecas descubrí que Barcelona tenía además un interesante pasado turbulento y criminal, del que me apropié para mis novelas”.

Tras agradecer lo que debe “a los amigos, los maestros, las personas que me quieren”, no dudó en manifestar que “lo demás es mérito mío. Ya está bien de modestia. Alguien me ha llamado proveedor de felicidad. Es el mejor elogio que he recibido en mi vida y me gustaría que fuera cierto, aunque sea en dosis homeopáticas. Pero si alguna felicidad he dado a mis lectores, ellos me la han devuelto con creces con su lealtad, complicidad y cariño”.

El segundo premiado en intervenir, el filósofo coreano-germánico Byung-Chul Han, ha estipulado en uno de sus libros que los rituales crean estabilidad, “unen a las personas en una comunidad a través de símbolos que permiten el reconocimiento mutuo y la identidad compartida”. En el ritual de los Premios Princesa de Asturias, el galardonado con el premio de Comunicación y Humanidades sintetizó su tesis sobre la sociedad del cansancio: “la ilimitada libertad individual que nos propone el neoliberalismo no es más que una ilusión. Aunque hoy creamos ser más libres que nunca, la realidad es que vivimos en un régimen despótico, neoliberal, que explota la libertad”.

En el ácido análisis de Han, “nos invade una sensación de vacío. Ya no tenemos valores ni ideales con que llenarlo. Algo no va bien en nuestra sociedad”.

Han diseccionado la modernidad con bisturí filosófico: habla de la desaparición del otro, del exceso de positividad, de la violencia de la información. Su estilo es seco, contundente, casi clínico.

Eduardo Mendoza, en cambio, nos ofrece un espejo deformante, pero lúdico: sus personajes son a menudo perdedores entrañables, atrapados en tramas absurdas que revelan verdades profundas con una sonrisa.

Entre ambos, quizás hay un espacio para una nueva forma de pensar: crítica pero empática, lúcida pero juguetona.