No doy crédito. Sarkozy en prisión, las joyas del Louvre robadas, y Macron con la cara de Mr. Bean conduciendo un Mini desde el techo (¿recuerdan?). Algo se ha torcido en Francia, el país que inventó la chanson, el perfume, doscientos quesos y la revolución como forma de arte. El mismo donde ahora caen gobiernos anodinos ante el estupor de la concurrencia.

Y vaya por delante que, en estas mismas páginas, me equivoqué como un lémur cuando celebré la victoria de Macron creyendo que aún representaba el último destello ilustrado en medio de la grisura europea. Mea culpa. Todos nos equivocamos. El propio Kant, en su Historia general de la naturaleza y teoría de los cielos, sostenía que el sistema solar estaba habitado por seres inteligentes, sobre todo Saturno, donde abundaban filósofos y científicos. Aunque viendo cómo van las cosas, tal vez Kant no andaba tan errado y lo que quede de sensatez en el universo se haya refugiado en el planeta de los anillos.

Declamaba De Gaulle que tenía “una cierta idea de Francia”. Me dirán con razón que la frase no es gran cosa, pero hay que recordar que el general agotó su genio creativo con la invención de la Résistance, un admirable trampantojo que consiguió incluir a Francia entre los vencedores de la guerra. En mi modestia, también yo tengo una idea, basada en la certeza de que nuestra historia se torció definitivamente cuando, en vez de aceptar al bondadoso José Bonaparte –al que la plebe llamaba Pepe Botella–, preferimos –una vez más– las cadenas del indigno Fernando VII y un patriotismo de sainete del que aún oímos los ecos. No hace falta insistir: el Estatuto de Bayona nos hubiera sentado mucho mejor que la venerada, y casi nunca leída, Constitución de Cádiz.

Francia, entretanto, parece cansada de sí misma, como los Eagles tocando Hotel California por enésima vez. ¿Qué fue del feliz país donde los hoteles eran espantosos, pero compartir el retrete parecía un signo de sofisticado existencialismo? ¿Dónde están los camareros que trataban al cliente con desdén filosófico? ¿Ha sido la emigración, la condenada Le Pen, el fiero Mélenchon, la obesidad del Estado o el hastío de una sociedad que ha leído tanto a Foucault que ya no sabe si existe?

Incluso ahora, Francia tiene la capacidad de hacer el ridículo con elegancia y fracasar con estilo

Es como si ahora, desde la esquina ibérica, pudiéramos mirar al gran país del norte y murmurar para nuestros adentros: “Pues no estamos tan mal…”. Como si pudiéramos olvidar que Francia fue el lugar que nos descubrió el jazz, donde Charlie Parker se sentía libre porque en vez de negro le llamaban Monsieur Le Noir y Miles Davis posaba con Juliette Gréco en fotos cargadas de sobria belleza. ¿Qué queda de eso cuando Macron parece un listillo sorprendido con las manos en la masa y a izquierda y derecha prosperan personajes dignos de Lovecraft?

Quizá la decadencia francesa no sea más que el espejo de Europa: un continente deprimido, incapaz de rehacerse entre los cascotes de la guerra fría, cobarde, ensimismado e irrelevante. Una coreografía de pelucas empolvadas y rapé mientras los bárbaros llaman a la puerta. Y aun así, Francia sigue ahí, escondida en algún lugar. Tal vez en las canciones de Brassens, en la melancolía de Truffaut, en los relatos de Simenon (donde un inspector con resaca intenta comprender la naturaleza humana a través de una botella de calvados), y en las profecías sombrías de Houellebecq.

Francia está en el aire que respiramos, al menos los que ya peinamos canas. Está en esas películas de Rohmer, que parecen fábulas de La Fontaine, donde las mujeres hermosas siempre dejan con un palmo de narices a tipos que hablan demasiado. Está en el intento imposible de mezclar política, estética y razón, en esa grandeur de capa caída que lleva a su presidente a meter los pies en todos los charcos mientras cita a Voltaire; en los libros de los bouquinistes del Sena y los domingos de jazz en el Marais.

Por todo eso sigo agradecido a Francia. Por esa imagen digna del medio húngaro Sarkozy y la sobria y triste elegancia de la italiana Bruni, tan franceses ambos como el armenio Aznavour; por los bares de Montmartre y el Memorial de Caen. Porque incluso ahora, entre cárceles, robos y discursos huecos, conserva algo que ya no sé ver entre nosotros: la capacidad de hacer el ridículo con elegancia y fracasar con estilo, y el fracaso, debidamente asimilado, es la mejor medicina contra la arrogancia y la soberbia. Y en mi caso, ese agradecimiento es amor. - Javier Melero en la vanguardia