Mapa de Catalunya del Atlas Nuevo, publicado el año 1635 (Getty)
Sostiene el fiscal general que miles de catalanes están abducidos. Rodríguez de la Borbolla, expresidente andaluz, titula: “La Catalunya epiléptica” (que se escude en el maestro Gaziel hace más hiriente si cabe el adjetivo). José Borrell es más benévolo: los catalanes son víctimas “de una lluvia fina de mentiras y desinformación”. Paráfrasis con significado preciso: los catalanes no saben discernir la verdad. Hace muchos años que escuchamos afirmaciones de este calibre: no en los bares de noctámbulos o en alguna alcantarilla de Twitter, sino en diarios de la máxima credibilidad. En estos medios, las críticas más o menos razonables al catalanismo, habituales desde hace tres lustros, se combinan, sin solución de continuidad, con demo­nizaciones genéricas. Mil veces se ha dicho: Catalunya es un país enfermo, victimista, insolidario, adoctrinado, egoísta, ensimismado, etcétera.

La semana pasada un escritor de cuyo nombre prefiero no acordarme, un hombre que ha sido tratado en la Girona cultural con solícito respeto y afecto, dedicó una vez más su columna en el diario de mayor tirada a vincular el nazismo con lo que acontece “en la región”. No contento con ello, condenó genéricamente a los gerundenses, ya que “aquella provincia es un clon de Guipúzcoa y comparte con ella lo montaraz, la víscera y el arcaísmo. Es gente de religión y trabuco”.

Este tipo de generalizaciones serían condenadas si se aplicaran a cualquier otro colectivo: los gays, las mujeres, los musulmanes. La civilización occidental considera xenófoba la caracterización negativa de un colectivo, pero en España, al parecer, la civilización encoge cuando se habla de los catalanes. Ha llegado el momento de calificar como culpable el silencio de muchos intelectuales ante estas actitudes despectivas que ya Quevedo degustó. El vicio no es tan remoto como el antisemitismo, pero cumple la misma función: denigrar a una minoría interna para cohesionar a la mayoría; convertir a la minoría en el chivo expiatorio.
La constancia en el insulto genérico y el desprecio de los catalanes debería servir para entender por qué está pasando lo que pasa. Son muchas las razones que explican el delicadísimo momento actual. Pero la primera de todas es la falta de respeto.

Ciertamente, también se producen excesos verbales en Catalunya. El verbo excitado, despectivo o hispanofóbico no es por desgracia infrecuente en determinados digitales o en TV3; y por supuesto en algunas fosas sépticas de Twitter. La estrella de esta corriente es Rufián, que, sin embargo, ha sido tan criticado en los periódicos de Barcelona como en los de Madrid. El lenguaje ofensivo siempre es condenado en los principales diarios catalanes. Por supuesto, cuando en Catalunya se dice alguna barbaridad, en toda España una legión de articulistas pone el grito en el cielo. Es inevitable, pues (a riesgo de confirmar lo del trabuco y la religión) pensar en aquella metáfora evangélica: “¿Cómo puedes decirle: ‘Hermano, déjame sacar la paja que está en tu ojo’, no mirando tú la viga que está en el ojo tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano” (Lucas 6, 42).

Aunque se ha repetido mil veces, en Catalunya no hay unanimismo. Lo vemos claramente hoy. Al contrario. Mientras yo y tantos otros articulistas poníamos en cuestión, hace treinta años, el nacionalismo de Herder forjado por Pujol, hemos esperado en vano una corriente autocrítica con el españolismo de Aznar (que sintetizó a José Antonio con el liberalismo). La estoy esperando todavía. Todavía espero que los líderes españoles del periodismo y la política osen cuestionar el mito más falso. El mito inicial: el de los 500 años de nación (“la más antigua de Europa”). Rajoy apela a ella constantemente. En el reciente debate del Parlament lo utilizó el portavoz del PP; y Miquel Iceta le secundó. ¡Por favor! ¡Eso sí es producto del adoctrinamiento! Siempre se olvida que muchos de los que ahora mandan en España se educaron en la Formación del Espíritu Nacional (FEN).

Son 500 años de Estado, cosa muy distinta. Un Estado con territorios di­versos que fueron reducidos a las “leyes de Castilla” después de 1714. Tampoco es verdad, como dice el romanticismo catalán, que hasta 1714 los catalanes estuviéramos al margen de España. Para lo bueno y lo malo, la re­lación es muy antigua.

Los estudios demoscópicos demuestran que, ni en este gravísimo momento, la mayoría de los catalanes desea romperla. Pero tampoco quiere someterse a la versión posmoderna del decreto de nueva planta que jacobinos, liberales, conservadores y ultraderechistas se empeñan en imponer, desde que los intelectuales del aznarismo instrumentalizaron al filósofo Habermas y su patriotismo constitucional. Mientras el dilema sea sumisión o ruptura, el pleito persistirá (por más que la fuerza legalista imponga). El pleito sólo encontrará pausa y respiro el día en que las élites españolas del periodismo y la política consulten en el diccionario el significado de la palabra respeto.


Antoni Puigverd | La Vanguardia