El totalitarismo es un régimen que somete al individuo al Estado en nombre de un bien común. Pero éste no se deriva de los intereses y aspiraciones compartidos por los miembros específicos de una sociedad sino de mitos fundacionales acerca de la esencia y fines trascendentales del pueblo o colectivo en cuyo nombre se ejerce el poder. A través de una propaganda incesante, éstos se convierten en “verdades” que “justifican” la sumisión de toda persona a la prosecución de ese bien común. Los “intereses superiores” de la “revolución” que habrán de plasmar el ideal proclamado, avasalla con los derechos individuales de la población consagrados en la constitución y las leyes, y hace desaparecer el ejercicio de la ciudadanía para transformar a los habitantes en un colectivo indiferenciado cuya única razón de ser es el de consumar el destino manifiesto así esbozado, sirviendo a los dictados del Estado, es decir, del líder. El ideario totalitario necesariamente se traduce en un recetario moralista sobre el “deber ser” conque cada individuo debe conducir su vida, al suprimir toda independencia y autonomía de intereses. Este ideario se transforma, en palabras de Jean Francois Revel, en una “religión de Estado” cuyo máximo sacerdote es, por antonomasia, el líder o caudillo. De esta manera, asume la responsabilidad de “guardián” de los valores y actitudes que gobiernan cada detalle de la vida de los dirigidos y que deben caracterizar al “Hombre Nuevo”, la encarnación más acabada de ese destino manifiesto. La imposición de una ideología totalitaria, única y excluyente representación de la realidad, se convierte en la herramienta suprema para controlar a las personas y someterlas a las ambiciones de poder absoluto del líder y de su claque, pues el control se ejerce en la propia mente de éstas. Como lo expresara el historiador galo, Francois Furet, con relación a Hitler, éste “supo, por instinto, el más grande secreto de la política: que la peor de las tiranías necesita el consentimiento de los tiranizados y, de ser posible, su entusiasmo”.

“¿Para qué necesitamos la socialización de los bancos y las fábricas?” –le dijo Adolf Hitler a Hermann Rauschning, entonces presidente del Reichstag-. “¿Qué sentido tiene eso si ya he impuesto firmemente a las personas una disciplina de la que no pueden librarse? (…) Nosotros socializamos a las personas…”
Fascismo y comunismo

La historia del siglo XX recoge dos fuentes de totalitarismo: el comunismo estalinista y el nazi fascismo. La historiografía que emerge de la II Guerra Mundial los ubica como polos opuestos, enemigos antagónicos e irreconciliables, incapaces de convivir el uno con el otro. De hecho, sus imaginarios se inspiraron en orígenes diferentes: el fascismo a partir de las frustraciones y resentimientos contra el agotamiento de las expectativas acerca de la certidumbre del progreso y de la segura mejora en el bienestar de la humanidad, que había alentado el pensamiento racionalista de la Ilustración en las sociedades europeas occidentales, junto al atractivo del romanticismo de finales del siglo XIX y principios de siglo XX en diversas esferas de la vida y, en particular, en la exacerbación de sentimientos nacionalistas. Ello dio lugar a la búsqueda de respuestas redentoras, más inspiradas en las pasiones y en representaciones místicas de la realidad que en la razón, y en las cuáles el ejercicio de la violencia se exhibió como prueba de su supremacía respecto a otros proyectos. El comunismo, por su parte, alegó plasmar las leyes que supuestamente gobernaban el devenir de las sociedades según el materialismo histórico, descubiertas por Carlos Marx, e invocaba más bien el carácter racional y científico de su proyecto político. No obstante, ambas concepciones planteaban ofertas de un nuevo orden definidas en términos de una totalidad que refundaba las relaciones entre los integrantes de una nación o de la humanidad en general, y que planteaba una ruptura drástica con el pensamiento liberal sobre el cual se edificaba la institucionalización de la democracia representativa. Tanto por la similitud de sus procedimientos para concentrar el poder y doblegar a sus “enemigos”, como por el papel central que en ello juega la ideología, entendida ésta en su forma extrema como una representación social sectaria y excluyente que reemplaza aprehensiones menos sesgadas de la realidad, así como por el hecho de que el comunismo mostró estar divorciado de toda noción de progreso y de libertad para quedar reducido a pretensiones de legitimidad con base en mitos, hace que hoy sea simplemente un fascismo con ropaje “de izquierda”. Esta novedosa forma de “justificar” prácticas fascistas recibe el nombre de fascismo del siglo XXI o neofascismo. (pdf)