Creéis que un ministro, un hombre distinguido, tiene tal o cual principio, y lo creéis porque se lo habéis oído decir. Por consiguiente, os abstenéis de pedirle tal o cual que le pondría en contradicción con su máxima favorita. Pronto sabréis que habéis sido engañados, y le veis hacer cosas que os prueban que un ministro no tiene principios, sino únicamente el hábito, el tic de decir tal o cual cosa según le convenga, decía Chamfort. Lo que sucede es que los principios y la memoria de los ministros dura como la de los peces, y a los que les sufrimos, solo nos queda el consuelo de las hemerotecas y videotecas que deberían avergonzarlos, si tuvieran un poco de dignidad y ética, que no es el caso.