Reconozco que en su momento, cuando a través del buen amigo Pep Ribal y Serra supe por primera vez del filósofo rumano Emil Michel Cioran, leerlo, saber de su pensamiento fue para mí una sacudida muy fuerte. Después, en una traducción al catalán que el mismo Pep hizo y auto editó del “breviario de putrefacción” y “de la inconveniencia de haber nacido” profundicé en el conocimiento de su pensamiento. No se trata de estar de acuerdo o no con todo el que decía Cioran, pero si al menos aunque sea a nivel de teorización vale la pena plantearse algunas de sus teorías sobre el ser humano. Por ejemplo estoy totalmente de acuerdo con él en la cuestión de suicidio, del cual hablaba en el comentario de ayer. Sólo se suicidan los optimistas - decía Cioran - El suicidio es un derecho a contemplar, que no nos ha sido otorgado, pero lo tenemos. En cambio no tenemos el mismo derecho a decidir antes de nacer, nos abandonan aquí y espabila ante la vida. Decía en uno de los primeros aforismos de "el albacea de la ignorancia" ”Si antes de nacer, a los bebés les proyectaran un trailer de lo que sería su vida, dudo mucho que ninguno de ellos quisiera salir del útero materno”

Y es que, traer alguien al mundo en lo que se supone es la consecuencia de otro acto irracional como es el amor, no se puede analizar de una manera racional, es situar esta persona en un callejón sin salida en el que para llegar no ha tomado ni arte ni parte. Esto en el 20% de la población mundial que puede dar ciertas garantías de más o menos bienestar al niño, el otro ochenta por ciento es sólo un acto puramente de reproducción para la supervivencia de la especie, con el agravante que se tienen muchos hijos sabiendo que la naturaleza ya hará una selección natural y donde sólo sobreviviran los más fuertes.

Y es que somos animales, lo queramos reconocer o no, animales contradictorios básicamente, el mismo Cioran lo era y mucho, y además tenemos una enorme capacidad de adaptación al medio que nos rodea, capacidad para sobrevivir incluso en las circunstancias mas adversas, y tenemos también la capacidad de enamorarnos, de amar, de la ternura, de disfrutar de las cosas pequeñas del día a día, de emocionarnos, de reir o de llorar, de obviar la proximidad de la parca y experimentar cuando podemos la “joie de vivre”, nosotros que también sómos esos niños a los que se nos trajo aquí sin consultarnos y que hemos continuado con esta cadena de reproducción de la que lo más importante es que no se rompa ningún eslabón antes de tiempo.
Y van pasando los años y seguimos aquí, emperrados al sobrevivir a pesar de la venganza cruel de la naturaleza sobre nuestro cuerpo y los maltratos con que nos haya obsequiado la vida, a menudo con nuestra colaboración desinteresada, y con esta capacidad de archivar los malos recuerdos en un rincón oscuro de la memoria. Y entonces, en un momento determinado uno duda y al girar la vista atrás, con esta capacidad de recordar sólo lo que nos conviene o queremos recordar, echa un vistazo general, un repaso esmerado a su paisaje anterior y piensa que a pesar de todo, quizás si que ha valido la pena el hecho de vivir. 
O eso es lo que queremos hacernos creer.

Curioso que Cioran, considerado por muchos el apologista del suicidio, acabara el viaje a los 84 años en París y de muerte natural. Debe de ser la contradicción de la especie humana. De hecho, no ha sido ni más ni menos contradictorio que cualquiera de nosotros, simplemente, él era consciente de ello.

No es porque si que he publicado demasiado de Cioran estos últimos días, a pesar de que siempre está presente su pensamiento en mis escritos. El próximo día 8 de este mes, habría cumplido 102 años, y no puedo asegurar que continuara igual de lúcido, contradictorio y gruñón; cuando murió en la cama a los 84 años, padecía Alzheimer, o sea que ya no era él. El Alzheimer es terrible, no eres, no tienes recuerdos, no conoces ni a la gente que más puedas amar incluido tú mismo. Y esto, además de injusto, es terrible, pero es así, y como le decía una vieja nonagenaria a Cioran un día que este se detuvo en un pueblo en un velatorio de un familiar suyo: 

«No hay nada que hacer», respondía la nonagenaria a todo lo que yo le decía, a todo lo que vociferaba a sus oídos sobre el presente, el futuro, el cauce de los acontecimientos…
Con la esperanza de arrancarle alguna otra respuesta, continuaba yo con mis temores, mis agravios y mis quejas. Al no obtener de ella más que el sempiterno «no hay nada que hacer», terminé por hartarme y me fui irritado contra mí y contra ella. ¡Vaya idea la de abrirse a una imbécil!
Pero ya en la calle, cambio total. «La vieja tiene razón. ¿Cómo no me di cuenta de inmediato que su estribillo encerraba una verdad, la más importante sin duda, puesto que todo lo que sucede la proclama y todo en nosotros la rechaza?»