La responsable del hotel, cuando nos íbamos, contó todas las toallas, todas las sábanas... Y allí mismo las fue metiendo en una bolsa de polietileno. Seguramente lo quemaron todo... Pagamos el hotel nosotros. Por los catorce días...

El proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días... A los catorce días el enfermo muere...

Al llegar a casa me dormí. Entré en casa y me derrumbé en la cama. Estuve durmiendo tres días enteros... Vino una ambulancia. “No –dijo el médico–, no ha fallecido. Despertará. Es una especie de sueño terrible”.

Tenía veintitrés años...

Recuerdo un sueño... Viene a verme mi difunta abuela, con la misma ropa con la que la enterramos. Y adorna un abeto. “Abuela, ¿cómo es que tenemos un abeto? ¿No estamos en verano?” -”Así debe ser. Pronto tu Vasia vendrá a verme. Y cómo ha crecido en el bosque...”.

Recuerdo otro sueño: llega Vasia vestido de blanco y llama a Natasha. A nuestra hija, la niña que aún no había dado a luz. Ya es mayor. Ha crecido. Él la lanza al aire y los dos ríen... Y yo los miro y pienso: qué sencillo es ser feliz. Otro sueño... Andamos los dos por el agua. Andamos mucho, mucho rato... Seguramente me pedía que no llorara... Me mandaba señales. De ahí... De arriba... (Se queda callada largo rato.)

Al cabo de dos meses regresé a Moscú. De la estación al cementerio. ¡A verle! Y allí, en el cementerio, me empezaron las contracciones... En cuanto me puse a hablar con él. Llamaron una ambulancia... Di a luz con la misma doctora, con Anguelina Vasílievna Guskova. Ya entonces me había dicho: “Ven a dar a luz aquí.” Parí con dos semanas de adelanto.

Me la enseñaron... Una niña... “Natasha –la llamé–. Tu papá te llamó Natasha”. Por su aspecto, parecía un bebé sano. Con sus bracitos, sus piernas... Pero tenía cirrosis de hígado... En su hígado había veintiocho roentgen... Y una lesión congénita del corazón... A las cuatro horas me dijeron que la niña había muerto... ¡Y otra vez, que no se la vamos a dar! ¡¿Cómo que no me la van a dar?! ¡Soy yo quien no se las doy a ustedes! La quieren para su ciencia, pues yo odio la ciencia de ustedes. ¡La odio! Su ciencia se lo ha llevado a él y ahora aún quiere... ¡No se las daré! La enterraré yo misma... Junto a su padre... (Calla.)

No hay manera de que me salga lo que quiero decir... No con estas palabras... Después del ataque al corazón no puedo gritar. Tampoco me dejan llorar. Por eso no me salen las palabras... Pero le diré... Aún no lo sabe nadie... Cuando no les di a mi hija... Nuestra hija... Entonces me trajeron una cajita de madera: “Allí está”. Lo comprobé... La envolvieron en pañales... Toda ella envuelta... Y entonces me puse a llorar y les dije: “Colóquenla a los pies de mi marido Y díganle que es nuestra Natasha”.

Allí en la tumba no está escrito: Natasha Ignatenko... Sólo está el nombre de él. Ella no tuvo ni nombre, no tuvo nada. Sólo el alma. Y es allí en donde enterré el alma.

La responsable del hotel, cuando nos íbamos, contó todas las toallas, todas las sábanas... Y allí mismo las fue metiendo en una bolsa de polietileno. Seguramente lo quemaron todo... Pagamos el hotel nosotros. Por los catorce días...

El proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días... A los catorce días el enfermo muere...

Al llegar a casa me dormí. Entré en casa y me derrumbé en la cama. Estuve durmiendo tres días enteros... Vino una ambulancia. “No –dijo el médico–, no ha fallecido. Despertará. Es una especie de sueño terrible”.

Tenía veintitrés años...

Recuerdo un sueño... Viene a verme mi difunta abuela, con la misma ropa con la que la enterramos. Y adorna un abeto. “Abuela, ¿cómo es que tenemos un abeto? ¿No estamos en verano?” -”Así debe ser. Pronto tu Vasia vendrá a verme. Y cómo ha crecido en el bosque...”.

Recuerdo otro sueño: llega Vasia vestido de blanco y llama a Natasha. A nuestra hija, la niña que aún no había dado a luz. Ya es mayor. Ha crecido. Él la lanza al aire y los dos ríen... Y yo los miro y pienso: qué sencillo es ser feliz. Otro sueño... Andamos los dos por el agua. Andamos mucho, mucho rato... Seguramente me pedía que no llorara... Me mandaba señales. De ahí... De arriba... (Se queda callada largo rato.)

Al cabo de dos meses regresé a Moscú. De la estación al cementerio. ¡A verle! Y allí, en el cementerio, me empezaron las contracciones... En cuanto me puse a hablar con él. Llamaron una ambulancia... Di a luz con la misma doctora, con Anguelina Vasílievna Guskova. Ya entonces me había dicho: “Ven a dar a luz aquí.” Parí con dos semanas de adelanto.

Me la enseñaron... Una niña... “Natasha –la llamé–. Tu papá te llamó Natasha”. Por su aspecto, parecía un bebé sano. Con sus bracitos, sus piernas... Pero tenía cirrosis de hígado... En su hígado había veintiocho roentgen... Y una lesión congénita del corazón... A las cuatro horas me dijeron que la niña había muerto... ¡Y otra vez, que no se la vamos a dar! ¡¿Cómo que no me la van a dar?! ¡Soy yo quien no se las doy a ustedes! La quieren para su ciencia, pues yo odio la ciencia de ustedes. ¡La odio! Su ciencia se lo ha llevado a él y ahora aún quiere... ¡No se las daré! La enterraré yo misma... Junto a su padre... (Calla.)

No hay manera de que me salga lo que quiero decir... No con estas palabras... Después del ataque al corazón no puedo gritar. Tampoco me dejan llorar. Por eso no me salen las palabras... Pero le diré... Aún no lo sabe nadie... Cuando no les di a mi hija... Nuestra hija... Entonces me trajeron una cajita de madera: “Allí está”. Lo comprobé... La envolvieron en pañales... Toda ella envuelta... Y entonces me puse a llorar y les dije: “Colóquenla a los pies de mi marido Y díganle que es nuestra Natasha”.

Allí en la tumba no está escrito: Natasha Ignatenko... Sólo está el nombre de él. Ella no tuvo ni nombre, no tuvo nada. Sólo el alma. Y es allí en donde enterré el alma.


"Voces de Chernóbil", de Svetlana Alexievich
Fragmento - del blog DESCONTEXTO.
Premio Nobel de Literatura 2015