Antoine Leiris no siente rabia ni ira. Sus ojos tranquilos tampoco dejan ver la tristeza perpetua que invadió su vida el pasado noviembre. Su mujer murió en la sala Bataclan de París a manos de los terroristas del Estado Islámico. Él se había quedado en casa con Melvil, de 17 meses.
Melvil espera. Espera la hora del baño, del desayuno, de la merienda y, esta noche, espera a que su madre vuelva antes de irse a la cama. También yo espero. Una sentencia. Varios hombres furibundos han dejado oír su veredicto a tiros de armas automáticas. Para nosotros, será a cadena perpetua. Aunque eso todavía no lo sé. Cantamos antes de irnos a dormir. Nos decimos que ella cruzará el umbral de la habitación y se sumará a nosotros en la última estrofa
Pero lo único que llega es una llamada de la hermana de Hélène: "Antoine, lo siento muchísimo". Días después, tras esquivar hombres en chalecos amarillos en los pasillos del instituto forense, Antoine ve a a su mujer a través de un cristal, se despide y decide escribir una carta:

  • El viernes por la noche le robasteis la vida a un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendréis mi odio. No sé quiénes sois ni quiero saberlo, sois almas muertas. (...) No os haré el regalo de odiarios. Responder al odio con la cólera supondría ceder a la misma ignorancia que os ha convertido en lo que sois. (...) Sólo somos dos, mi hijo y yo, pero somos más fuertes que todos los ejércitos del mundo. De hecho, ya no tengo más tiempo que dedicaros, debo reunirme con Melvil, que empieza a despertar de la siesta. Apenas tiene 17 meses, se tomará la merienda, luego jugaremos como todos los días, y a lo largo de toda su vida ese niño os hará la afrenta de ser feliz y libre. Porque no, tampoco tendréis su odio.