CAFÉ BÈNABOU
¿Qué sucede cuando la gente no tiene el mismo sentido del humor? No reaccionan adecuadamente entre sí. Es lo que acaba de ocurrirme con el camarero de este Café Tabac de la plaza de Saint-Sulpice, el café donde antaño se sentaba Perec por las mañanas. Decía Wittgenstein que, cuando la gente no comparte el mismo humor, es como si entre ciertos individuos existiese la costumbre de que una persona arrojara un balón a otra, y se estableciera que la otra persona tenía que atraparlo y devolverlo, y que algunas, en lugar de devolverlo, se lo metieran en el bolsillo. Decido olvidarme del camarero de humor distinto y miro hacia la iglesia de Saint-Sulpice. Estoy en el mismo lugar de observación desde el que Georges Perec, en los años setenta, se dedicaba a catalogar esta plaza y anotar de ella muy especialmente «lo que generalmente no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes». Aquí escribió Tentativa de agotar un lugar parisino, un libro que consistía en una meticulosa larga lista de lo que había visto en la plaza a lo largo de varios días diferentes. En su momento lo leí con infinita diversión.
Allí había anotado Perec todo lo que pasaba cuando no pasaba nada y había excluido de su lista sólo lo que pudiera resultar demasiado trascendente, y sobre todo lo que ya estaba «suficientemente catalogado, inventariado, fotografiado, contado o enumerado».
Allí había anotado Perec todo lo que pasaba cuando no pasaba nada y había excluido de su lista sólo lo que pudiera resultar demasiado trascendente, y sobre todo lo que ya estaba «suficientemente catalogado, inventariado, fotografiado, contado o enumerado».
Apuro mi café y tengo un recuerdo para El salto en paracaídas, un breve texto genial, incluido en Nací. Cuando aún era un tierno principiante, hacia 1959, al final de una reunión del grupo de la revista Arguments, Perec pidió la palabra, y su intervención tuvo alguien la ocurrencia de grabarla. Feliz ocurrencia. Perec contó de forma tan inspirada como tartamuda una experiencia muy personal («la cuento porque estoy un poco... porque he bebido un poco»), una aventura de su breve paso por el paracaidismo y la historia de cómo llegó a comprender que, en la literatura y en la vida, era absolutamente necesario lanzarse, tirarse al vacío, «para persuadirse de que eso podría quizá tener un sentido que incluso uno mismo ignorase».
Entre los libros de primera hora que me cambiaron la vida, estuvieron siempre los de Perec, libros que recuerdo haber leído fascinado, devolviéndole al autor, página a página, cada uno de los eufóricos balones que lanzaba. Desde el primer momento, vi que Perec era inseparable de Roussel y de Kafka, precisamente los otros dos escritores que entonces más me interesaban, pues me habían demostrado que en novela era posible hacer cosas muy distintas de las que se predicaban en mi tierra. En aquellos días, por lo que fuera, todo a veces se producía de la forma más sencilla. Y así Kafka, Roussel y Perec llegaron a mí con la máxima naturalidad, casi juntos, y después lo hicieron libros también decisivos como el ensayo novelado Maupassant y «el otro», donde Alberto Savinio, con el pretexto de hablar de Maupassant, acababa hablando de todo, y para eso le bastaba con asociar cualquier idea con el dichoso tema central, en realidad ausente. O libros como El mito trágico del Ángelus de Millet, de Salvador Dalí, cuyo atractivo método de trabajo, alejado de todos los dogmas sobre la novela, se basaba también en asociaciones de ideas, asociaciones que se desplegaban en un tapiz que, al dispararse en todos los itinerarios posibles, acababa por convertirse en inagotable.
Pasa un autobús de la línea 63, y lo anoto —como todo— meticulosamente. Pasa luego uno de la línea 96, que va a Montparnasse. Frío seco, cielo gris. Pasa una mujer elegante llevando tallos en alto, un gran ramo de flores. El 96 es el mismo autobús que Perec atrapara en sus apuntes, y el mismo que luego me trasladará a mi hotel aquí en París, el Littré. Un rayo de sol. Viento. Un mehari verde. Lejano vuelo de palomas. Instantes de vacío. Ningún coche. Después cinco. Después uno. «La trama es una vulgaridad burguesa». Le adjudico la frase a Nabokov. «El estilo avanza dando triunfales zancadas, la trama camina detrás arrastrando los pies», recuerdo que respondió John Banville en una entrevista.
Es posible que estas dos citas sean como lanzar un balón que no van a devolvernos nunca todos aquellos que tienen todavía el humor de situar a la trama decimonónica en un pedestal absoluto. La novela del futuro verá esa trama como una simpleza que hizo furor en cierta época y se reirá de un tópico que me machacó durante mi primera juventud, esa idea de que la novela —«como bien saben en el mundo anglosajón»— ha de privilegiar siempre la trama. Hoy me alegro de haber visto pronto que aquella idea británica sobre la novela, como sucedía con tantas otras, no tenía por qué considerarla una regla inamovible. Me moría de risa el día en que le escuché a Kurt Vonnegut decir que las tramas en realidad eran sólo unas cuantas y no era necesario darles demasiada importancia, bastaba con incorporar —casi al azar— una cualquiera de ellas al libro que estuviéramos escribiendo y de esta forma disponer de más tiempo para la forja de lo que realmente habría de importarnos: la forma de contar lo que vemos, de interpretar el mundo, el estilo.
¿Y cuáles eran esas tramas? Un amigo se las sabe de memoria, tiene una lista muy perecquiana: «Alguien se mete en un lío y luego se sale de él; alguien pierde algo y lo recupera; alguien es víctima de una injusticia y se venga; dos se enamoran, y mucha otra gente se entromete; una persona se enfrenta a un desafío con valentía, y tiene éxito o fracasa; alguien escribe un relato breve (al estilo de Bartleby, el escribiente) y termina escribiendo una historia imaginaria de la literatura del siglo xx (al estilo de Moby Dick)...».
¿Y qué sucede cuando no ocurre nada? Que termina uno a veces por acordarse de los orígenes de su fascinación por las tramas no convencionales y recuerda cuando descubrió que se podían construir libros libres, de estructuras inéditas, con asociaciones y cavilaciones en torno a centros ausentes... Son las doce y doce de la mañana. Pasa un camión Printemps Brumell. Viento. Pienso en métodos construidos con hiperasociaciones de ideas que —como en libros de Savinio o Dalí— no agotan nunca el tema en estudio y observación. Sin duda, una obra maestra absoluta de ese nuevo género fue la hipernovela La vida instrucciones de uso, donde se daban cita todas las tramas de Vonnegut, que de paso eran dinamitadas, en una operación parecida a la de Flaubert cuando en Madame Bovary acabó con el realismo a base de llevarlo hasta su extremo máximo y ser el más realista de todos. Pienso en los veintinueve años y once meses que se cumplen desde que apareciera La vida instrucciones de uso, un libro al que Italo Calvino, por variadas razones —«el compendio de una serie de saberes que dan forma a una imagen del mundo, el sentido del hoy que está también hecho de acumulación del pasado y de vértigo del vacío»— consideraba como el último verdadero acontecimiento en la historia de la novela: puzzle en el que el propio puzzle da al libro el tema de la trama y el modelo formal, y donde el proyecto estructural y la poesía más alta conviven con asombrosa naturalidad.
De hecho, durante un largo tiempo La vida instrucciones de uso fue para muchos, en efecto, el último verdadero acontecimiento de la novela moderna. Después, vendría un gran libro de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, que recogía con extraordinaria osadía y talento el guante lanzado por Perec. Día de cielo gris, frío seco. Viento. Pasa un señor con aspecto de secretario «provisionalmente definitivo» de alguna sociedad secreta de inventores de aforismos. Parece salido de una de las páginas más divertidas de Perec. Podría llamarse perfectamente Bénabou. Incluso este café, si lo miro bien, podría llamarse también Bénabou. Pasa otro autobús de la línea 63. Pasa el 96. Lasitud de los ojos. Risas sofocadas. Distintos humores. Voy anotando. Alguien mueve un visillo más allá del café Bénabou. Tañidos de la campana de Saint-Sulpice. Se acumula el pasado y al mismo tiempo el vértigo de un vacío, lo que también anoto debidamente. Pasa otro 63. Quisiera decir todo lo que le es posible a un hombre decir, y decirlo, además, de todos los modos posibles. Pero me parece que, ni aun logrando esto, conseguiría terminar algo. Pasa otro 96, éste con aspecto de querer salir disparado hacia las nubes. Como si de una respuesta a semejante aspiración se tratara, ahí arriba, una nube parece inmóvil. Paradojas de cielo y tierra. Risas calladas. No pasará nunca otro 96.
“Café Bénabou”,
de Enrique Vila-Matas
en El viajero más lento, 1992
del blog: DESCONTEXTO.
Comentarios
Publicar un comentario