Este fragmento de 'La quinta esquina' de Izraíl Métter, nos hace dar cuenta de la inutilidad de la revolución, de cómo esta es devorada por sí misma y hace inútil todo cuando pretendía cambiar, cambiar, hacer la revolución, perder hasta la camisa para que todo vuelva a ser igual, o peor que antes de la inútil revolución. El albañil de la camisa blanca y el cerdito pacífico y tranquilo, son actores también de esta revolución, y Metter y Nara y los compañeros de escuela, actores secundarios, víctimas de la revolución.
"En 1920 tuvimos que reducir el espacio de nuestra vivienda. Cuatro mujeres, obreras de la fábrica de tabaco, se instalaron en nuestro piso. Para ellas nos confiscaron la habitación más grande, el comedor. Creo que debía de tener unos quince metros. En él había una litera; las obreras instalaron en la parte inferior a un cerdito.Era el cerdo más pacífico y tranquilo que haya visto jamás. En aquella época de estruendo y grosería se comportaba apacible y decorosamente. Como un buen animal. Zinaída Borísovna también me escribía al respecto.
En sus cartas evocaba la época en la que me enamoré de Nara Zolotújina. ¿De dónde vendría ese nombre: Nara? ¿Y dónde estarás ahora, Nara? ¿Recuerdas cómo rocé con mis labios inexpertos tu sonrosada mejilla? Estábamos detrás de las bambalinas de la improvisada sala de actos de nuestra Escuela para Trabajadores Número 30.
Acababas de leer en el escenario unos versos de Briúsov: albañil, albañil en camisa blanca, ¿qué construyes allí? Y el albañil respondía: una prisión. Te besé en la mejilla, paralizado por el entusiasmo. Éramos tan inocentes, Nara. Nos importaba un comino que en ese instante el albañil construyera una cárcel. No sabíamos entonces, en 1923, que al cabo de quince años en aquella prisión estarían encerrados nuestros compañeros de escuela: Kolka Chop, Tósik Zunin y Misha Sinkov. Eran nuestros condiscípulos, Nara. Los cuatro te acompañábamos a casa, tú eras la quinta y, de esas cinco personas solo yo, por un milagro, continúo en el mundo, ya que tú tampoco existes.
¿Tal vez siga vivo por ser, precisamente, hijo de un comerciante privado? ¿O porque soy judío? Muchas veces me han dado a entender —mi vida, los periódicos, los libros— que justamente esa quinta categoría tiene un don especial para la supervivencia. No arde en el fuego ni se ahoga en el agua. Dios mío, cuántos han ardido en el fuego. ¡Y cuántos arden en este momento en la lenta hoguera de su conciencia!
El de la calle Rybnaia 28 era un patio fantástico. No lo recuerdo antes de la revolución. Pero ese mismo concepto —la revolución— se coló para quedarse en nuestro patio más de una vez.
En adelante, estudié en los libros de texto aquello de lo que se componía mi vida. Sin embargo, la red por medio de la que los historiadores intentan atrapar los fenómenos de la realidad es de mallas demasiado grandes: mi patio y toda mi vida se cuelan por entre ellas y yo siempre resulto insignificante, carente de interés para la historia.
La historia explica con facilidad el destino de una clase social entera, pero no puede explicar la vida de un ser humano. Por otro lado, Dios no quiera que eso entre dentro de sus obligaciones. Porque si las leyes históricas de toda una clase cayeran sobre el destino de un solo hombre, este no podría soportar el peso...."
En sus cartas evocaba la época en la que me enamoré de Nara Zolotújina. ¿De dónde vendría ese nombre: Nara? ¿Y dónde estarás ahora, Nara? ¿Recuerdas cómo rocé con mis labios inexpertos tu sonrosada mejilla? Estábamos detrás de las bambalinas de la improvisada sala de actos de nuestra Escuela para Trabajadores Número 30.
Acababas de leer en el escenario unos versos de Briúsov: albañil, albañil en camisa blanca, ¿qué construyes allí? Y el albañil respondía: una prisión. Te besé en la mejilla, paralizado por el entusiasmo. Éramos tan inocentes, Nara. Nos importaba un comino que en ese instante el albañil construyera una cárcel. No sabíamos entonces, en 1923, que al cabo de quince años en aquella prisión estarían encerrados nuestros compañeros de escuela: Kolka Chop, Tósik Zunin y Misha Sinkov. Eran nuestros condiscípulos, Nara. Los cuatro te acompañábamos a casa, tú eras la quinta y, de esas cinco personas solo yo, por un milagro, continúo en el mundo, ya que tú tampoco existes.
¿Tal vez siga vivo por ser, precisamente, hijo de un comerciante privado? ¿O porque soy judío? Muchas veces me han dado a entender —mi vida, los periódicos, los libros— que justamente esa quinta categoría tiene un don especial para la supervivencia. No arde en el fuego ni se ahoga en el agua. Dios mío, cuántos han ardido en el fuego. ¡Y cuántos arden en este momento en la lenta hoguera de su conciencia!
El de la calle Rybnaia 28 era un patio fantástico. No lo recuerdo antes de la revolución. Pero ese mismo concepto —la revolución— se coló para quedarse en nuestro patio más de una vez.
En adelante, estudié en los libros de texto aquello de lo que se componía mi vida. Sin embargo, la red por medio de la que los historiadores intentan atrapar los fenómenos de la realidad es de mallas demasiado grandes: mi patio y toda mi vida se cuelan por entre ellas y yo siempre resulto insignificante, carente de interés para la historia.
La historia explica con facilidad el destino de una clase social entera, pero no puede explicar la vida de un ser humano. Por otro lado, Dios no quiera que eso entre dentro de sus obligaciones. Porque si las leyes históricas de toda una clase cayeran sobre el destino de un solo hombre, este no podría soportar el peso...."
0 Comentarios:
Publicar un comentario