Cinco cosas son importantes en la guerra de trincheras: leña, comida, tabaco, velas y el enemigo. En invierno, en el frente de Zaragoza, eran importantes en ese orden, con el enemigo en un alejado último puesto. No siendo por la noche, durante la cual siempre cabía esperar un ataque por sorpresa, nadie se preocupaba por el enemigo. Lo veíamos como a remotos insectos negros que ocasionalmente saltaban de un lado a otro. La verdadera preocupación de ambos ejércitos consistía en combatir el frío.
Debo decir, de paso, que durante mi permanencia en España tuve oportunidad de presenciar muy poca lucha. Estuve en el frente de Aragón desde enero hasta mayo, y entre enero y finales de marzo poco o nada ocurrió allí, excepto en Teruel. En marzo se produjo una lucha enconada en los alrededores de Huesca, pero yo desempeñé en ella un papel muy insignificante. Más tarde, en junio, tuvo lugar el desastroso ataque contra Huesca en el que, en un solo día, murieron varios miles de hombres, pero yo había sido herido y me encontraba lejos cuando eso ocurrió. Las cosas que uno normalmente considera como los horrores de la guerra rara vez me sucedieron. Ningún aeroplano dejó caer una bomba cerca de mí, no creo que alguna granada haya explotado jamás a menos de diez metros de donde me encontraba, y sólo una vez participé en una lucha cuerpo a cuerpo (debo decir que con una vez hay de sobra). Desde luego, a menudo estuve bajo un pesado fuego de ametralladora, pero por lo común a distancias muy grandes. Incluso en Huesca uno se hallaba por lo general a salvo, si tomaba precauciones razonables.
Allí arriba, en las colinas que circundan Zaragoza, se trataba simplemente de la mezcla de aburrimiento e incomodidad inherentes a la fase estacionaria de la guerra. Una vida tan monótona como la de un empleado de ciudad, y casi tan regular. Montar guardia, patrullar; cavar; cavar, patrullar, montar guardia. En la cima de cada colina, fascista o leal, un conjunto de hombres sucios y andrajosos tiritaba en torno a su bandera y trataba de entrar en calor. Y durante todo el día y toda la noche, balas perdidas que erraban a través de valles desiertos y sólo por alguna improbable casualidad acababan alojándose en un cuerpo humano.
A menudo solía contemplar el paisaje invernal y maravillarme de la futilidad de todo.
¡Qué absurda era una guerra así! Un poco antes, por octubre, se había producido una lucha salvaje en esas colinas; luego, debido a la falta de hombres y armas, en particular de artillería, las operaciones a gran escala se tornaron imposibles, y ambos ejércitos se establecieron y enterraron en las cimas ganadas. A la derecha teníamos una pequeña avanzada, también del POUM, y una posición del PSUC en la estribación de la izquierda, frente a una colina más alta con varios puestos fascistas salpicados en sus crestas. La llamada línea zigzagueaba de un lado a otro, siguiendo un dibujo que hubiera resultado del todo ininteligible si cada posición no hubiese tenido una bandera. Las banderas del POUM y del PSUC eran rojas, la de los anarquistas, roja y negra; los fascistas hacían ondear, por lo general, la bandera monárquica (roja, amarilla y roja), pero en ocasiones usaban la de la República (roja, amarilla y morada). Si se lograba olvidar que cada cumbre estaba ocupada por tropas y, por lo tanto, cubierta de latas y excrementos, el escenario resultaba estupendo.
A nuestra derecha, la sierra doblaba hacia el sudeste y se abría camino por el amplio y venoso valle que se extiende hasta Huesca. En medio de la planicie se divisaban unos pocos y diminutos cubos que semejaban una tirada de dados; era la ciudad de Robres, en manos leales. Por la mañana, con frecuencia el valle se hallaba oculto por mares de nubes, entre las cuales surgían las colinas chatas y azules, dando al paisaje un extraño parecido con un negativo fotográfico. Más allá de Huesca había aún más colinas de formación idéntica, recorridas por estrías de nieve cuyo dibujo se alteraba día a día. A lo lejos, los monstruosos picos de los Pirineos, donde la nieve nunca se derrite, parecían emerger sobre el vacío. 
Abajo, en la planicie, todo semejaba desnudo y muerto. Las colinas situadas frente a nosotros eran grises y arrugadas como la piel de los elefantes. El cielo estaba casi siempre vacío de pájaros. Creo que nunca conocí un lugar donde hubiera tan pocos pájaros. Los únicos que vi en alguna ocasión fueron una especie de urraca, los pichones de perdices que nos sobresaltaban por la noche con su inesperado aleteo y, muy rara vez, los vuelos de algunas águilas que se desplazaban lentamente en lo alto, seguidas por disparos de fusil que no las inquietaban lo más mínimo.

George Orwell - Homenaje a Catalunya - fragmento