El artífice de esta falacia fue Rousseau, que en su Contrato social “anunció de manera grandilocuente que el hombre nace libre, pero que en cualquier parte del mundo se encuentra cubierto de cadenas”.
No se decide Scruton a situar a Rousseau entre los optimistas, pero afirma con rotundidad que el autor de las Confesiones “suministró el lenguaje y las líneas de pensamiento con las que presentar un nuevo concepto de libertad humana, de acuerdo con el cual la libertad es lo que queda cuando retiramos todas las instituciones, restricciones, leyes y jerarquías”.
Desde la Revolución francesa, esa idea de que la libertad es una condición natural del género humano que exige la eliminación de las instituciones y de la jerarquía ha ido ganando fuerza en la filosofía, en la política y en la educación. Una interpretación de la libertad que para Scruton es absolutamente
falaz, pues “Instituciones, leyes, restricciones y disciplina moral son una parte de la libertad y no su enemigo, liberarse de ellas acabaría rápidamente con la libertad”.
El niño solamente cuando sale de su yo egoísta tiene la oportunidad de entrar en el mundo de los otros y de aprender a respetarlos. Y sólo entonces, cuando es capaz de respetar a los otros, puede respetarse a sí mismo.
Solamente cuando ha aprendido a compartir el mundo con los demás, cuando ha llegado a aceptar las restricciones que hacen posible el disfrute de la libertad en un grupo humano, habrá aprendido lo que es la libertad. El niño debe aprender que el disfrute de la libertad exige responsabilizarse de las consecuencias de nuestras acciones.
Así que, concluye Scruton, no nacemos libres, “La libertad, aunque valiosa en sí misma, no es un regalo de la naturaleza, sino el resultado de un proceso de pensamiento político educativo, algo que debemos obtener a través de la disciplina y el sacrificio”.
El filósofo nos induce a llegar a la conclusión de que sería absurdo pensar que nacemos libres cuando es evidente que no nacemos responsables. Scruton encuentra un magnífico ejemplo de esta falacia en “la revolución que barrió las escuelas y departamentos de educación durante los años cincuenta y sesenta, y que nos indicó, enarbolando la autoridad de una ristra de pensadores que iban de Rousseau a Dewey, que la educación no debía fundamentarse en la obediencia y el estudio, sino en la expresión de la personalidad y el juego”.
Y como ejemplo concreto cita el informe Children and their Primary Schools, realizado en 1967 en Inglaterra por el Consejo Central de Educación, presidido por Lady Plowden, con el que se obligó a las escuelas británicas a sustituir los métodos tradicionales de enseñanza por una “pedagogía progresista”. La aplicación del informe se llevó por delante los programas tradicionales, la disciplina en las aulas, la instrucción y la autoridad académica de los profesores para, aparentemente, hacer triunfar la creatividad del niño, el autoaprendizaje o la libre y lúdica construcción del propio conocimiento. Y por si acaso algo fallaba, para protegerse del posible error, el informe descargaba de toda responsabilidad a los responsables directos de la educación, es decir, a los padres, profesores y alumnos, y señalaba como únicos culpables a la sociedad, a los jerarcas y a la falta de recursos económicos.
No es necesario ser un experto en educación para estar de acuerdo con Scruton en que esta falacia del “nacido libre” ha dominado el pensamiento educativo a lo largo del siglo XX. Una falacia que se apoderó de las mentes de unos optimistas que carecieron de escrúpulos para imponerla a la sociedad
y lograron encontrar las armas necesarias para protegerse de la realidad. ROGER SCRUTON