Para entender o intentar entender que está pasando en Venezuela e indirectamente como empieza a actuar y a comportarse el Gobierno Español y su aparato mediático contra Cataluña, vale la pena leer este análisis de Naomí Klein aplicado al Chile de Allende, o a la Argentina. Hay más similitudes de las que parece a simple vista.
LA TAPADERA DE LA GUERRA CONTRA EL TERROR
Las juntas del Cono Sur no ocultaron sus ambiciones revolucionarias de cambiar sus respectivas sociedades, pero fueron lo bastante astutas como para negar aquello de lo que Walsh les acusaba públicamente: usar la violencia masiva para conseguir objetivos económicos que, sin un sistema que mantuviera al pueblo aterrorizado y eliminara todos los demás obstáculos, con certeza habrían provocado una revuelta popular.
En el grado en el que se admitían asesinatos de Estado, las juntas los justificaban con el argumento de que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas marxistas financiados y controlados por el KGB. Si las juntas utilizaban tácticas «sucias» era porque su enemigo era monstruoso. Con un lenguaje que hoy nos suena inquietantemente familiar, el almirante Massera calificó la situación de «una guerra por la libertad y contra la tiranía [...] una guerra contra aquellos que están a favor de la muerte librada por aquellos que estamos a favor de la vida. [...] Combatimos contra nihilistas, contra agentes de la destrucción cuyo único objetivo es la destrucción misma, aunque lo quieran ocultar bajo la máscara de cruzadas sociales»
En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado, como un maquiavélico conspirador que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los principales movimientos guerrilleros de izquierdas —los montoneros y los tupamaros — como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.
En todos los casos, la amenaza fue o bien brutalmente exagerada, o bien totalmente inventada por las juntas. Entre muchas otras revelaciones, la Investigación que llevó a cabo en 1975 el Senado de Estados Unidos descubrió que los propios informes de los servicios de inteligencia estadounidenses mostraban que Allende no suponía ninguna amenaza para la democracia. Por lo que se refiere a los montoneros argentinos y los tupamaros uruguayos, eran grupos armados con un importante apoyo popular, capaces de lanzar atrevidos ataques contra objetivos militares y empresariales. Pero los tupamaros uruguayos estaban totalmente desarticulados para cuando el ejército tomó el poder absoluto y los montoneros, argentinos desaparecieron en los primeros seis meses de una dictadura que se alargó durante siete años (por eso Walsh tuvo que esconderse). Documentos desclasificados por el Departamento de Estado estadounidense demuestran que César Augusto Guzzetti, el ministro de Exteriores de la Junta, le dijo a Henry Kissinger el 7 de octubre de 1976 que «las organizaciones terroristas han sido desmanteladas» y a pesar de ello la Junta seguiría haciendo desaparecer a decenas de miles de ciudadanos después de esa fecha.
Durante muchos años el Departamento de Estado también presentó las «guerras sucias» del Cono Sur como igualadas batallas entre los militares y peligrosas guerrillas, una lucha que a veces se les iba de las manos a las juntas pero que aun así valía la pena apoyar militar y económicamente.
Cada vez hay más pruebas de que en Argentina, al igual que en Chile, Washington sabía que estaba apoyando un tipo de operación militar muy distinta.
En marzo de 2006 el Archivo de Seguridad Nacional de Washington publicó las actas recién desclasificadas de una reunión del Departamento de Estado que tuvo lugar sólo dos días después de que la Junta argentina perpetrase su golpe de Estado en 1976. En la reunión, William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, le dice a Kissinger que «es de esperar que haya bastante represión, probablemente mucha sangre, en Argentina muy pronto.
Creo que van a tener que dar muy duro no sólo a los terroristas sino también a los disidentes de los sindicatos y a sus partidos»
Y así fue. La inmensa mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono Sur no eran miembros de grupos armados sino activistas no violentos que trabajaban en fábricas, granjas, arrabales y universidades. Eran economistas, artistas, psicólogos y gente leal a partidos de izquierdas. Les mataron no por sus armas (que no tenían) sino por sus creencias. En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, la «guerra contra el terror» fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.
En el grado en el que se admitían asesinatos de Estado, las juntas los justificaban con el argumento de que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas marxistas financiados y controlados por el KGB. Si las juntas utilizaban tácticas «sucias» era porque su enemigo era monstruoso. Con un lenguaje que hoy nos suena inquietantemente familiar, el almirante Massera calificó la situación de «una guerra por la libertad y contra la tiranía [...] una guerra contra aquellos que están a favor de la muerte librada por aquellos que estamos a favor de la vida. [...] Combatimos contra nihilistas, contra agentes de la destrucción cuyo único objetivo es la destrucción misma, aunque lo quieran ocultar bajo la máscara de cruzadas sociales»
En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado, como un maquiavélico conspirador que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los principales movimientos guerrilleros de izquierdas —los montoneros y los tupamaros — como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.
En todos los casos, la amenaza fue o bien brutalmente exagerada, o bien totalmente inventada por las juntas. Entre muchas otras revelaciones, la Investigación que llevó a cabo en 1975 el Senado de Estados Unidos descubrió que los propios informes de los servicios de inteligencia estadounidenses mostraban que Allende no suponía ninguna amenaza para la democracia. Por lo que se refiere a los montoneros argentinos y los tupamaros uruguayos, eran grupos armados con un importante apoyo popular, capaces de lanzar atrevidos ataques contra objetivos militares y empresariales. Pero los tupamaros uruguayos estaban totalmente desarticulados para cuando el ejército tomó el poder absoluto y los montoneros, argentinos desaparecieron en los primeros seis meses de una dictadura que se alargó durante siete años (por eso Walsh tuvo que esconderse). Documentos desclasificados por el Departamento de Estado estadounidense demuestran que César Augusto Guzzetti, el ministro de Exteriores de la Junta, le dijo a Henry Kissinger el 7 de octubre de 1976 que «las organizaciones terroristas han sido desmanteladas» y a pesar de ello la Junta seguiría haciendo desaparecer a decenas de miles de ciudadanos después de esa fecha.
Durante muchos años el Departamento de Estado también presentó las «guerras sucias» del Cono Sur como igualadas batallas entre los militares y peligrosas guerrillas, una lucha que a veces se les iba de las manos a las juntas pero que aun así valía la pena apoyar militar y económicamente.
Cada vez hay más pruebas de que en Argentina, al igual que en Chile, Washington sabía que estaba apoyando un tipo de operación militar muy distinta.
En marzo de 2006 el Archivo de Seguridad Nacional de Washington publicó las actas recién desclasificadas de una reunión del Departamento de Estado que tuvo lugar sólo dos días después de que la Junta argentina perpetrase su golpe de Estado en 1976. En la reunión, William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, le dice a Kissinger que «es de esperar que haya bastante represión, probablemente mucha sangre, en Argentina muy pronto.
Creo que van a tener que dar muy duro no sólo a los terroristas sino también a los disidentes de los sindicatos y a sus partidos»
Y así fue. La inmensa mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono Sur no eran miembros de grupos armados sino activistas no violentos que trabajaban en fábricas, granjas, arrabales y universidades. Eran economistas, artistas, psicólogos y gente leal a partidos de izquierdas. Les mataron no por sus armas (que no tenían) sino por sus creencias. En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, la «guerra contra el terror» fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.
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