Hace ya décadas que los españoles nos sentimos cómodos habitando en la distopía. Siglos, diría.  Incluso ya antes de que se inventara la distopía, allá cuando nos retrataban como país y como pueblo el Benito Pérez Galdós de los Episodios Nacionales, el Valle-Inclán de la amargura luenga, Quevedo, el pobre Ortega, Goya y tantos. A raritos, que es la manera castiza de llamar a los distópicos, no nos gana nadie.
Cierto es que somos el único país de Europa en que ganaron la guerra los aliados de Hitler y Mussolini, que incluso geográficamente somos excéntricos, que históricamente hemos preferido al cura sobre el cátedro, la supestición sobre la razón, la hostia a la penicilina. Pero últimamente creo que nos estamos pasando, y lo digo yo, que no soy precisamente un enemigo del exceso.
Aparte de la Catalunya de nuestro Cipollino, la última gran distopía que hemos pergeñado es Ciudadanos. Qué obra maestra de vacuidad. Un partido que pretende regenerar echando abono a los degenerados: PP en Madrid, PSOE en Andalucía…

Ahora las encuestas nos anuncian que quizá en las próximas generales pueda llegar a ser el partido más votado. Lo que nació como simple muleta, es hoy ciempiés de gran cilindrada. Lo que Natura no te da, te lo presta la banca.
Resulta paradójico que, en este florecer de la nueva política que creíamos estar viviendo desde el 15-M, el rosal más floreciente haya crecido a la derecha del jardín. Precisamente el espacio político más saturado de nuestro arco, con su PP nacido entre gritos de Viva Franco y un PSOE que hace años comprendió que el socialismo obrero, tal y como lo concebíamos, ya no resulta cool. Si estuviera deprimido, me resignaría a constatar que somos un país de derechas. Que lo seguiremos siendo hasta la esclavitud. Pero no estoy deprimido, ni comparto con Vallejo esa lluvia que nos quita las ganas de vivir.

A Vallejo, en París, le asfixiaba bizancio. Aquí nos bastamos con nosotros mismos para asfixiarnos. Viene a ser lo mismo. El suicidio no es otra cosa que un asesinato onanista. El país más desigual y menos solidario en reparto de riqueza de Europa propende a neoliberal, siguiendo hasta el fondo de Macron a la derecha. Bastante más a la derecha, que ya es decir.

La sustitución –sin solución de continuidad– de nuestra derecha tradicional por la derecha modernuqui de los naranjas podrá traer algunos pequeños avances, como, quizá, una cierta dilución de la iglesia como poder fáctico del país. No porque se vaya a decapitar la enseñanza o la sanidad concertadas, sino porque no ve uno a Albert Rivera desfilando bajo palio, y eso, para nuestra derecha, ya es todo un avance. Estéticamente, nuestra imagen exterior mejorará un potosí borrando obispos de la foto. Y esta mona de la que hoy hablamos sabe vestirse de seda.
Si nos paramos a pensar, desde tiempo inmemorial –exceptuando la II República– el pueblo español, sea con armas o con votos, se ha limitado a cambiar unas derechas por otras. ¿Distopía lampedusiana? Pues quizá. Por su parte, nuestra izquierda ha sido prolífica en criar poetas, no revolucionarios. Al final, lo que vamos a sacar del 15-M es un gobierno de Ciudadanos. No me digáis que no somos deliciosamente excéntricos, almas de cántaro.

ROSA Y ESPINAS
ANÍBAL MALVAR
Distopías/Publico.es