Deberíamos empezar por aceptar y entender que el prestigio de la Generalitat fue profanado por la mayoría soberanista en las sesiones del 6 y 7 de septiembre del pasado año, y su singularidad fue violada de manera no menos deprimente con la aplicación del artículo 155. La democracia española dejó de ser un ágora para convertirse en un campo de batalla. Catalanes antagónicos se disputaban las calles. Y la decisión unilateral de convocar un referéndum convertía la mayoría catalana en desobediente. Ahora bien, la desobediencia tiene muchas respuestas posibles. Se eligió la tremendista. Un pleito político se convertía en un duelo de honor: aplastar la disidencia, en lugar de buscar una salida. La respuesta de la violencia policial dejó cicatrices imborrables en una parte de la sociedad catalana. Y por si fuera poco, el Gobierno central abandonó definitivamente sus obligaciones y culminó su entrega de la llave de la política a los jueces, convertidos ahora mismo en estrategas únicos del Estado.
La impiadosa radicalidad con que el Supremo aplica la prisión preventiva a Oriol Junqueras y sus compañeros indigna y hiere todavía más a los partidarios de la soberanía catalana. Al mismo tiempo, satisface indisimuladamente a la opinión pública española que, tras reclamar mano dura, tiende a desabrochar los sentimientos de venganza o de satisfacción burlesca ante el árbol caído.
Ahora bien, el ingrediente más precioso que hemos perdido es la concordia interna. Los catalanes no éramos partidarios de un mismo ideal de país. No compartíamos los mismos sentimientos o creencias. Estábamos unidos a la manera de los hermanos de una familia, que no han elegido formar parte de ella: ni nos obligábamos a nada por el hecho de reconocernos como compatriotas, ni nos exigíamos explicaciones. Coexistíamos sin grandes reproches o exigencias. Nos había mos entrenado en convivir en la diferencia. En cierto modo anticipábamos lo que empiezan a ser las sociedades occidentales: espacios culturales de mezcla delicada que hay que afrontar con guantes de seda, no de boxeo.
Nada nos había hecho prosperar más como país catalán que la conciencia de los límites de la catalanidad. No era una conciencia explícita. Pero encontró en la política lingüística la prueba de esfuerzo ideal: la lengua autóctona obtenía un apoyo que era una mezcla de reparación histórica, de mecanismo de igualdad para garantizar el bilingüismo efectivo y de protección ecológica de una especie en peligro. Este territorio de consenso lingüístico, esencial para el futuro de la lengua catalana, recomendaba no ir más allá, ya que una parte considerabilísima de catalanes hacían el esfuerzo de aceptar un papel menor para su lengua materna. El catalanismo inclusivo había ideado esta manera de hacer, pero el nacionalismo le ganó la batalla. Quiso atravesar los límites no escritos. No impugno muchas de las razones fiscales, culturales y políticas que aduce para hacerlo. No le niego el derecho democrático a intentarlo. Quería construir “un país normal”, pero el resultado de esta construcción es la división y la antipatía. Quizás el catalanismo transversal, tan criticado por tibio, cobarde o indefinido, no estaba tan alejado de la razón: quizás “la normalidad catalana” era precisamente el equilibrio de la contención de las diferencias.
Para el 2018, el cardenal Omella, que no hace mucho que vive entre nosotros y puede observar todavía nuestra realidad con una sana mezcla de distancia y afecto, pedía ayer, en su artículo de La Vanguardia, la reconstrucción de la concordia. Yo no me atrevo a pedir tanto. No lo creo posible, mientras los jueces tiren tan severamente de la cuerda en un sentido y esto alimente inevitablemente la tensión indignada de sentido contrario. Yo pediría tan sólo no fomentar la impiedad. Lo pido sobre todo a los de mi ramo periodístico. Mientras haya tantos catalanes voluntariamente excluidos de las tesis del catalanismo, sería mejor abandonar la tendencia a hacer caricaturas de España y sus símbolos. Mientras haya políticos en la cárcel, es imprescindible no hacer burla y escarnio de sus ideas y propuestas. Lachrimis ianua surda tuis, dice un verso de Marcial: la puerta es sorda a tus lágrimas. La puerta de enero es sorda a los lamentos. Las cosas son como son. Quizás lo único que ahora podemos hacer es ayudar a secar lágrimas. ANTONI PUIGVERD - lavanguardia.com
La impiadosa radicalidad con que el Supremo aplica la prisión preventiva a Oriol Junqueras y sus compañeros indigna y hiere todavía más a los partidarios de la soberanía catalana. Al mismo tiempo, satisface indisimuladamente a la opinión pública española que, tras reclamar mano dura, tiende a desabrochar los sentimientos de venganza o de satisfacción burlesca ante el árbol caído.
Ahora bien, el ingrediente más precioso que hemos perdido es la concordia interna. Los catalanes no éramos partidarios de un mismo ideal de país. No compartíamos los mismos sentimientos o creencias. Estábamos unidos a la manera de los hermanos de una familia, que no han elegido formar parte de ella: ni nos obligábamos a nada por el hecho de reconocernos como compatriotas, ni nos exigíamos explicaciones. Coexistíamos sin grandes reproches o exigencias. Nos había mos entrenado en convivir en la diferencia. En cierto modo anticipábamos lo que empiezan a ser las sociedades occidentales: espacios culturales de mezcla delicada que hay que afrontar con guantes de seda, no de boxeo.
Nada nos había hecho prosperar más como país catalán que la conciencia de los límites de la catalanidad. No era una conciencia explícita. Pero encontró en la política lingüística la prueba de esfuerzo ideal: la lengua autóctona obtenía un apoyo que era una mezcla de reparación histórica, de mecanismo de igualdad para garantizar el bilingüismo efectivo y de protección ecológica de una especie en peligro. Este territorio de consenso lingüístico, esencial para el futuro de la lengua catalana, recomendaba no ir más allá, ya que una parte considerabilísima de catalanes hacían el esfuerzo de aceptar un papel menor para su lengua materna. El catalanismo inclusivo había ideado esta manera de hacer, pero el nacionalismo le ganó la batalla. Quiso atravesar los límites no escritos. No impugno muchas de las razones fiscales, culturales y políticas que aduce para hacerlo. No le niego el derecho democrático a intentarlo. Quería construir “un país normal”, pero el resultado de esta construcción es la división y la antipatía. Quizás el catalanismo transversal, tan criticado por tibio, cobarde o indefinido, no estaba tan alejado de la razón: quizás “la normalidad catalana” era precisamente el equilibrio de la contención de las diferencias.
Para el 2018, el cardenal Omella, que no hace mucho que vive entre nosotros y puede observar todavía nuestra realidad con una sana mezcla de distancia y afecto, pedía ayer, en su artículo de La Vanguardia, la reconstrucción de la concordia. Yo no me atrevo a pedir tanto. No lo creo posible, mientras los jueces tiren tan severamente de la cuerda en un sentido y esto alimente inevitablemente la tensión indignada de sentido contrario. Yo pediría tan sólo no fomentar la impiedad. Lo pido sobre todo a los de mi ramo periodístico. Mientras haya tantos catalanes voluntariamente excluidos de las tesis del catalanismo, sería mejor abandonar la tendencia a hacer caricaturas de España y sus símbolos. Mientras haya políticos en la cárcel, es imprescindible no hacer burla y escarnio de sus ideas y propuestas. Lachrimis ianua surda tuis, dice un verso de Marcial: la puerta es sorda a tus lágrimas. La puerta de enero es sorda a los lamentos. Las cosas son como son. Quizás lo único que ahora podemos hacer es ayudar a secar lágrimas. ANTONI PUIGVERD - lavanguardia.com
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