El delito de odio quedó incorporado al Código Penal en 1995 tras una lucha de varios colectivos con la intención de proteger diversas minorías de ataques por motivos racistas u otros referentes a la ideología, religiosos, de orientación o identidad sexual, por razón de género o discapacidad. Lo que está pasando ahora es que tanto la fiscalía como las fuerzas de seguridad del Estado español, amparándose en este delito, han denunciado personas que han manifestado públicamente su rechazo a la actuación de las instituciones del Estado para con Cataluña, sobre todo en el caso de la represión policial del 1-O.
Estamos una vez más ante otra perversión de un tipo penal que no fue incorporado al Código Penal con este propósito por parte del Gobierno de Madrid. Se está haciendo un uso abusivo indiscriminado del derecho penal para perseguir la libertad de expresión, para reprimir penalmente la discrepancia expresada de forma pacífica sin que haya ninguna instigación a la violencia. 
La amplia interpretación que permite la definición del delito de odio ha permitido que sea tergiversado por aquellos que pretenden acallar cualquier opinión disidente o crítica con la actuación de instituciones del Estado. Y es preocupante la ligereza con que impunemente este Estado considera delito de odio cualquier opinión que no le convenga o interese, con una perversión enfermiza, cuando como mucho, más que odio en muchos casos se debería acusar si acaso de desprecio o menosprecio, y ya puestos siguiendo la premisa del Gobierno se podría acusar también del delito de amar, ya que sólo se puede odiar lo que antes se ha amado, por tanto un acto es la consecuencia del otro.

Si alguien siente antipatía y aversión hacia alguien y le desea el mal, es decir, si siente odio, tal como lo define la RAE, no está cometiendo ningún delito. Odiar no es delito. Es más, todos tenemos el derecho a odiar, como el derecho a amar. Tenemos derecho a sentir "antipatía y aversión" hacia nuestro jefe, hacia los homófobos, hacia el colectivo LGTB, hacia los machistas y las feministas. El odio es libre y, sobre todo, es humano, depende pues, de cómo se manifieste y aún así estamos en nuestro derecho, o deberíamos estarlo. Pero, una vez más, desde el Gobierno de Madrid se lleva más allá de los límites la interpretación de la ley si eso le sirve para sus oscuros propósitos, aunque suponga vulnerar un derecho tan fundamental como el de la libertad de expresión. 
Ante esto el poder judicial, y más concretamente la judicatura, debería evitar caer en la trampa de estas interpretaciones libres y partidistas que desvirtúan la figura penal y los objetivos para los que fue creada, pero no sólo no lo hace sino que es connivente con el Gobierno, como un fiel lacayo al servicio del amo.

En España, la libertad de expresión ha muerto, ha desaparecido, no existe, y la han matado, precisamente desde el odio de un Gobierno hacia los demócratas que han intentado usar esta libertad de expresión. Descanse en paz. La inquisición ha vuelto y parece que para quedarse una larga temporada.