Que Carles Puigdemont no será presidente, lo sabe todo el mundo, empezando por él mismo. No lo será, porque la justicia española quiere verlo entre rejas, o más que eso, exhibirlo como un trofeo de caza, cual General Moragues, lo necesitan y lo acabaran consiguiendo si se entrega.
Lo que se está dirimiendo en el campo soberanista no es la restitución efectiva de Puigdemont, sino como congeniar el reconocimiento de su legitimidad con la urgencia de un Gobierno ordinario que restañe las heridas causadas por la aplicación del artículo 155. JxCat quiere una investidura impugnada que dé paso a un segundo candidato o candidata. Pero ERC no quiere más daños colaterales.
El acuerdo entre las dos formaciones hubiera sido más sencillo si el Gobierno no hubiera apuntado su arsenal judicial hacia el nuevo presidente del Parlamento, el republicano Roger Torrent, que no tiene ninguna intención de inmolarse por un acto de mero simbolismo. Más aún cuando no sólo está en juego su futuro político, sino también la libertad condicional de varios ex consejeros, la prisión preventiva de Junqueras, Horno y los Jordis, y la posibilidad de una renovada ofensiva jurídica y policial contra el mundo municipal y las entidades del soberanismo cívico.
ERC no quiere ser el partido que diga que no a Puigdemont, ni el partido que le diga que sí. Un mensaje difícil de vender para un partido que todavía no ha digerido su derrota electoral y que echa demasiado de menos a su líder encarcelado. Es cierto que en la CUP y en sectores motivados de ERC y JxCat hay partidarios del todo o nada. Pero el grueso del soberanismo catalán sabe que, en las circunstancias actuales, la victoria electoral del 21 de diciembre no es suficiente para que el estatus político de Cataluña cambie. Ahora de lo que se trata es de lamerse las heridas, recomponer fuerzas, recuperar la institución y trabajar para que el desastre no sea aún mayor. Todo ello por no haber sabido calibrar la fuerza del contrario que han podido comprobar en carne propia que no con remilgos ni zarandajas.
Para que hubiera un cambio sustancial se debería dar una de estas tres condiciones: que el Gobierno flexibilizara su postura, que surgieran apoyos internacionales o que se produzca una movilización popular masiva y continuada en Cataluña. Las dos primeras condiciones son más improbables, y la tercera es imprevisible, aunque parece difícil mientras no se curen las heridas del 1 de octubre y la decepción posterior. La gente empieza a estar cansada y sobre todo decepcionada, ellos han puesto toda la carne en el asador y no se sienten respaldados por sus Gobernantes. 
La única carta que le queda al independentismo es la mayoría absoluta en el Parlamento, desde donde no puede proclamar una república pero sí podría dar muchos pasos para hacerla inevitable. Y esta única base es la que ahora se está poniendo en peligro. Repetir elecciones, incluso con las mejores perspectivas, es un error, un grave error que puede perpetuarse, el Gobierno de M.Rajoy no tiene ninguna prisa y está dispuesto a todo para mantener la sacrosanta unidad de España y de paso distraer al personal de sus turbios asuntos.