A veces, cuando hemos intentado todo, todo, realmente todo, y uno se juega la piel, la salud mental o física por culpa de un individuo decidido a hacernos daño, no podemos evitarlo. Hacer un principio absoluto de la noviolencia es dar razón a priori al adversario dispuesto a utilizar todos los medios. Si el mundo fuera ideal, no necesitaríamos llegar a esos extremos, claro está, pero no lo es y, en términos de salud personal, la violencia puede conseguir lo que la seguridad pública, la moral, la salud mental, no logran obtener a pesar de sus esfuerzos, por separado o en conjunto. La violencia es un mal necesario, privarse de ella equivale a declarar vencedor al individuo convencido de no renunciar a ella -y ese espécimen no desaparecerá, desgraciadamente...
Por desgracia, constatamos que el recurso a esta arma entraña un movimiento que solo impide la destrucción de uno de los dos protagonistas. Recurrir a ella es confirmar nuestra incapacidad para acabar con el odio que tenemos contra quien la dirigimos. Antes del golpe dado y después, el mal sentimiento persiste, invariable, absolutamente intacto. La violencia es defendible moralmente cuando detiene un proceso que amenaza con ser destructivo y catastrófico, en caso de que sea defensiva. En cambio, la violencia ofensiva es insostenible: la historia de los hombres y la de las naciones procede, sin embargo, de esta tétrica energía que actúa como motor de la historia.
La violencia es una potencia natural producida siempre por mecanismos semejantes: una amenaza sobre el territorio real o simbólico que controlamos (un pedazo de tierra, pero igualmente un objeto poseído, una identidad que pensamos amenazada, o una persona sobre la cual creemos tener derechos) y del que tememos ser desposeídos. Allí donde el otro pone en peligro mi posesión, reacciono instintivamente. La guerra está naturalmente inscrita en
la naturaleza humana; la paz, en cambio, procede de la cultura y de la construcción, del artificio y de la determinación de las buenas voluntades.
La violencia aflora en cada momento de la historia: tiñe la intersubjetividad (la relación entre los seres) y la internacionalidad (la relación entre las naciones). En el origen, supone una incapacidad para hablarse, una imposibilidad para liquidar la querella por medio del lenguaje, recurriendo solo a las palabras: educadas, corteses, pero también firmes, claras, o aun vehementes, graves. De la explicación al insulto pasando por el tono apasionado, un espectro importante de posibilidades se ofrece a las buenas voluntades deseosas de resolver una dificultad evitando llegar a las manos. Los que no dominan las palabras, hablan mal, no encuentran explicaciones, son presas destinadas a la violencia. No saber o no poder expresarse conduce pronto a las soluciones que implican la fuerza física.
La lógica es siempre la misma.Sus huellas trazan la historia: amenazas, intimidaciones, ejecuciones, destrucciones. La gradación se advierte en todas las culturas y civilizaciones: las naciones en conflicto hacen uso de la
violencia según esas modalidades. La historia se confunde muy a menudo con la narración de esas tensiones o de sus resoluciones, mucho más que con la de sus prevenciones. No se escribe prioritariamente la historia de los acontecimientos felices, de las relaciones normales y pacíficas. Incluso, Hegel (1770-1831) afirmó que los pueblos dichosos no tenían historia.
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