No me agrada estar en desacuerdo con mis mejores amigos —acaso con mis más inteligentes amigos— pero ya sabemos que la verdad es más que Platón y me expresaré con franqueza.
Sé que todos se oponen a la idea de una censura sobre las obras literarias; en cuanto a mí, creo que la censura puede justificarse, siempre que se ejerza con probidad y no sirva para encubrir persecuciones de orden personal, racial o político. La justificación moral de la censura es harto conocida... y no volveré sobre ella. Hay además, si no me engaño, una justificación de carácter estético. A diferencia del lenguaje filosófico o matemático, el lenguaje del arte es indirecto: sus instrumentos esenciales y más precisos son la alusión y la metáfora, no la declaración explícita. La censura impulsa a los escritores al manejo de estos procedimientos, que son los sustanciales.
Así, dos grandes escritores del siglo XVIII —Voltaire y Gibbon— deben buena parte de su admirable ironía a la necesidad de tratar en forma indirecta lo obsceno. Así, las piezas de Las flores del mal cuya publicación prohibió la censura son, como es fácil comprobar, las de menor valor estético, precisamente por ser las más crudas. En materia erótica no hay, que yo sepa, poeta más explícito que Walt Whitman: sus mejores versos no son los más crudos sino aquellos en que recurre a metáforas, según la milenaria e instintiva tradición poética.
Un escritor que conoce su oficio puede decir todo lo que quiere decir, sin infringir los buenos modales y las convenciones de su época. Ya se sabe que el lenguaje mismo es una convención.
Todo lo que tiende a aumentar el poder del Estado me parece peligroso y desagradable, pero entiendo que la censura, como la policía, es, por ahora, un mal necesario. Me dirán sin duda que una cosa es la pornografía de un Joaquín Belda (a quien no recuerdo haber leído) y otra la ocasional escatología de James Joyce, cuyo valor histórico y estético nadie negará: pero los peligros de la literatura están en razón directa del talento de los autores.
Afirmar que nadie tiene derecho a modificar la obra de Joyce y que toda modificación o supresión es una mutilación sacrílega, es un simple argumento de autoridad. Schopenhauer prometía su maldición a quienes cambiaran una tilde o un punto en su obra; en cuanto a mí, sospecho que toda obra es un borrador y que las modificaciones, aunque las haga un magistrado, pueden ser benéficas.
en diario La Razón, Buenos Aires, 8 de octubre de 1960
"Pornografía y censura"*, de Jorge Luis Borges
Declaraciones de Borges a raíz del fallo del juez John M. Woosley, magistrado del distrito de Nueva York, que autorizó la difusión del Ulises de Joyce, sin enmiendas ni cortes (N. del E.) - del blog DESCONTEXTO
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