NOTA DEL AUTOR: El señor Surendra Patel, de
Scars-dale, Nueva York, fue quien me contó este breve
relato, una parábola hindú en su forma original. La he
adaptado de un modo bastante libre y pido disculpas a
quienes conozcan la versión original, en la que Shiva y
su esposa son los personajes protagonistas.

Cierto día, el arcángel Uriel acudió a Dios con una expresión de tristeza pintada en su rostro.
—¿Qué es lo que te acongoja? —le preguntó solícito Dios.
—He presenciado algo muy triste —repuso Uriel al tiempo que señalaba el suelo entre sus pies—. Ahí abajo.
—¿En la Tierra? —inquirió Dios con una sonrisa—. ¡Oh! ¡No es que haya escasez de tristeza precisamente! Bien, veamos.
Se inclinaron juntos a mirar. A lo lejos vieron una figura maltrecha que caminaba arrastrando los pies por una carretera rural en las afueras de Chandrapur. El hombre era muy delgado y tenía las piernas y los brazos cubiertos de llagas. Los perros lo perseguían ladrando, pero él no se volvía para golpearlos con el bastón ni siquiera cuando le mordisqueaban los talones; se limitaba a seguir caminando, arrastrando los pies, cojeando sobre la pierna derecha. En un momento dado, un grupo de chiquillos apuestos y bien alimentados salieron de una gran casa exhibiendo sonrisas maliciosas para arrojar piedras al pobre hombre cuando alargó su escudilla vacía en petición de limosna.—¡Fuera de aquí, asqueroso! —gritó uno de ellos—. ¡Vete a los campos y muérete!
Al oír aquellas palabras, el arcángel Uriel estalló en sollozos.
—Bueno, bueno —lo tranquilizó Dios al tiempo que le daba una palmadita en el hombro—.
Creía que estabas más curtido.
—Y lo estoy —repuso Uriel enjugándose las lágrimas—. Sólo que ese tipo de ahí abajo parece resumir todos los problemas que siempre han tenido los hijos e hijas de la Tierra.
—Y así es —replicó Dios—. Es Ramu, y éste es su trabajo. Cuando muera, otro ocupará su lugar. Se trata de un trabajo muy honorable.
—Tal vez —dijo Uriel cubriéndose los ojos con un escalofrío—, pero no soporto mirarlo. Su dolor me llena el corazón de tinieblas.
—Aquí no están permitidas las tinieblas —advirtió Dios—, y por tanto debo tomar las medidas necesarias para cambiar lo que las ha cernido sobre ti. Mira, querido arcángel.
Uriel miró y vio que Dios sostenía en la mano un diamante del tamaño de un huevo de pavo.
—Un diamante de este tamaño y calidad alimentará a Ramu durante el resto de su vida y mantendrá a sus descendientes hasta la séptima generación —explicó Dios—. De hecho, es el diamante más valioso del mundo. Y ahora... veamos.
Dios se apoyó en las manos y las rodillas, sostuvo el diamante entre dos algodonosas nubes y lo dejó caer. Tanto él como Uriel siguieron su descenso con gran atención y lo vieron aterrizar en el centro del camino por el que andaba Ramu. 
El diamante era tan grande y pesado que Ramu, sin duda, lo habría oído chocar contra el suelo si hubiera sido más joven, pero el oído no le funcionaba bien desde hacía varios años, al igual que los pulmones, la espalda y los riñones. Sólo su vista seguía tan aguda como la de un lince, como cuando contaba tan sólo veinte años.
Al subir una cuesta del camino sin percatarse del enorme diamante al que el sol arrancaba hermosos destellos, Ramu exhaló un suspiro antes de detenerse e inclinarse hacia delante sobre el bastón cuando el suspiro se convirtió en un acceso de tos. Se aferró al bastón con ambas manos, intentando sofocar la tos, y justo en el momento en que ésta empezaba a ceder, el bastón, un palo viejo, seco y casi tan gastado como el propio Ramu, se rompió con un chasquido; Ramu cayó al suelo polvoriento.
Permaneció tendido, mirando al cielo y preguntándose por qué Dios era tan cruel.
«He sobrevivido a todos mis seres queridos —se dijo—. Pero no a aquellos a los que odio. Soy tan viejo y tan feo que los perros me ladran y los niños me arrojan piedras. Hace tres meses que no como más que sobras, y más de diez años que no como un ágape decente en compañía de familiares y amigos. Vago sobre la faz de la Tierra y no hay ningún lugar que pueda llamar hogar.
Esta noche dormiré bajo un árbol o un seto, sin techo que me cobije de la lluvia. Estoy cubierto de llagas, me duele la espalda y cuando hago aguas veo sangre donde no debería haber sangre. Mi corazón está más vacío que mi escudilla.»
Ramu se incorporó con lentitud, sin darse cuenta que a menos de veinte metros y una cuesta de distancia, oculto de sus perspicaces ojos, yacía el diamante más grande del mundo, y volvió la mirada hacia el húmedo cielo azul.
—Dios mío, qué mala suerte tengo —exclamó—. No te odio, pero me temo que no eres mi amigo, que no eres amigo de nadie.
Dicho aquello, Ramu se sintió algo mejor y reanudó su renqueante caminata tras detenerse a recoger el trozo más largo del bastón roto. Mientras caminaba empezó a reprocharse la autocompasión que sentía y la desagradecida plegaria que había dicho.
—En realidad, sí tengo algunas cosas por las que sentirme agradecido —razonó—. Hace un día extraordinariamente bello, en primer lugar, y aunque he fracasado en muchos sentidos, sigo gozando de una vista excelente. ¿Qué sería de mí si fuera ciego?A fin de demostrarse la veracidad de sus palabras, Ramu cerró los ojos y siguió avanzando con el bastón roto extendido ante sí como si fuera ciego. La oscuridad era terrible, sofocante y confusa. Al cabo de unos instantes ya no sabía si seguía avanzando como antes o si, por el contrario, se estaba desviando e iba a precipitarse a la cuneta en cualquier momento. La idea de lo que podría sucederles a sus viejos y frágiles huesos a causa de una caída como aquélla lo atemorizaba, pero pese a ello, mantuvo los ojos cerrados y siguió avanzando a tientas.
—Esto es lo que te hacía falta para curarte de tu ingratitud, viejo amigo —se dijo—. Pasarás el resto de tu vida pensando que sí, eres un mendigo, pero que al menos no eres un mendigo ciego, y eso te hará feliz.
Ramu no cayó en la cuneta, aunque sí empezó a desviarse hacia el lado derecho de la carretera al llegar a la cima de la cuesta e iniciar el descenso, y por ello pasó junto al enorme diamante que relucía en el polvo; su pie izquierdo pasó a menos de cinco centímetros de la piedra.
Unos treinta metros más allá, Ramu abrió los ojos. La brillante luz del sol estival inundó su mirada y pareció inundar también su mente. Con un sentimiento de júbilo contempló el cielo azul, los polvorientos campos amarillos, el camino por el que caminaba. Siguió con la mirada y una sonrisa el vuelo de un pájaro de un árbol a otro, y si bien no se volvió ni una sola vez ni vio el enorme diamante que yacía detrás suyo, lo cierto era que había olvidado las llagas y el dolor de espalda que lo atormentaban. 
—¡Gracias a Dios por conservarme la vista! —gritó—. ¡Gracias a Dios por esto, al menos!
Tal vez vea algo de valor en el camino, una vieja botella que valga algún dinero en el bazar, o incluso una moneda; pero aunque no encuentre nada, veré muchas cosas. ¡Gracias a Dios por conservarme la vista! ¡Gracias a Dios por ser!
Una vez satisfecho, Ramu se puso de nuevo en marcha, dejando atrás el diamante. Dios alargó la mano, lo recogió y volvió a dejarlo en la montaña africana de la que lo había sacado.
Casi como idea de último momento (si es que puede decirse que Dios tenga ideas de último momento), rompió una rama de un árbol y la dejó caer en la carretera de Chan-drapur, al igual que había dejado caer el diamante.
—La diferencia estriba —explicó Dios a Uriel— en que nuestro amigo Ramu encontrará la rama, la cual le servirá como bastón durante el resto de sus días.
Uriel miró a Dios (en la medida en que alguien, incluido un arcángel, puede mirar ese rostro ardiente) con expresión insegura.
—¿Me has dado una lección, Padre?
—No lo sé —repuso Dios con aire inocente—. ¿Tú qué crees? 

Stephen King