En 2012, cuando el procés comenzó a perturbar la convivencia en la que tanto perseveró el Honorable Tarradellas, Elliott publica Haciendo Historia (Taurus): al recordar la gestación de su primer libro La rebelión de los catalanes sobre la Guerra dels Segadors, radiografía la querencia de los nacionalismos por diseñar un mirífico Edén al que habrá que retornar tras la ansiada secesión del «estado opresor» de turno: «Las consecuencias de aferrarse con excesiva fuerza a un pasado inventado o distorsionado pueden conducir al desastre con demasiada facilidad», advierte.
El historiador distingue dos síndromes: el del pueblo escogido y el de la víctima inocente. El síndrome del pueblo elegido, apunta Elliott, «inclina a un planteamiento del pasado concebido en términos esencialistas, según el cual los logros nacionales se ven como derivados de las características especiales (espirituales, biológicas o raciales) inherentes a un pueblo y dirigidas a alentar los objetivos que se han fijado para ellos mismos dentro de su marco de pensamiento providencial o mesiánico». Tal síndrome alentó a las naciones que tuvieron un imperio: de Roma a la Inglaterra victoriana, pasando por la España conquistadora de América… Y también a Cataluña. Recordemos el dominio -cruel- de los almogávares en el Mediterráneo cuando «hasta los peces llevaban las cuatro barras»; la simpatía de Pujol hacia Israel o el cartel de Mas: un Moisés de Tuset rumbo a la Ítaca de Llach. En su aspecto sombrío -el biológico-racial-, las invectivas zoológicas («bestias») y genéticas (ADN de los españoles) del vicario de la Generalitat, Torra.
En cuanto al síndrome de la víctima inocente: «El efecto es imputar todas las desgracias de la comunidad a otras e ignorar o desatender deficiencias más cerca de casa». Aquí, el nacionalismo catalán se lleva la palma.
En Catalanes y escoceses. Unión y discordia (Taurus, en castellano, y Rosa dels Vents, en catalán), Elliott brinda una lección de historia comparada. Cataluña -Principado integrado en la Corona de Aragón- nunca fue un Estado independiente. Escocia, sin embargo, sí: «Con las atribuciones de un Estado europeo, no menos soberano que Inglaterra, Suecia o Francia».
La unión «por incorporación», más o menos traumática en cada caso, proporcionó beneficios a Escocia y Cataluña. Mediado el siglo XVIII, el comercio ultramarino, las mejoras en la explotación agrícola o las bases de la industrialización auspician una «aceptación creciente del régimen borbónico por la elite territorial, mercantil y empresarial y también por los estratos más bajos de la escala social, como los tenderos, artesanos y pequeños empresarios, que se habían beneficiado de la estabilidad política».
Después de medio siglo de Historia contada por los nacionalistas -Vicens Vives murió en 1960 y no pudo culminar su proyecto desmitificador- la pócima del síndrome del pueblo escogido y la víctima inocente ha envenenado a la sociedad catalana.
Al referirse a la DUI de hace un año, Elliott descarta el factor económico -recesión y agravios del «España nos roba»- como único motivo. La rebelión catalana del siglo XXI fue organizada por las clases medias o acomodadas. Perseguían «la realización de un sueño con escasos puntos de contacto con el mundo que les rodeaba». La principal responsabilidad, subraya, recae en el establishment catalán: «Este sector de la elite decidió tomarse la ley por su cuenta y llevar adelante sus planes, sin pensar en el precio que habría de pagar. De hecho, el precio le era indiferente porque vivía en su propio mundo de fantasía».
Con la fantasía histórica -explicación del 1714 como un tebeo-, política -República Catalana, Consejo de la República, Foro Cívico blablabla-, la apelación a la calle -la CUP, la ANC, Òmnium, los CDR- y la «franquistización» de España se alimenta el discurso separatista: «Por mucho que los independentistas lo afirmaran, la España del siglo XXI no es la España del general Franco, ni tampoco había sido España durante siglos poco más que un Estado represor», apostilla Elliott. Después de tantos años de contacto con la sociedad catalana, el hispanista lamenta que ahora esa sociedad «se mire al ombligo y comience a autodestruirse».
La declaración unilateral de independencia, afirma, fue una locura de imprevisibles consecuencias. Su conclusión: «Al emprender este desgraciado proceso, que se metamorfoseó demasiado fácilmente en el procés, el nacionalismo catalán, pese a su cara amable, ha sido incapaz de disimular la fealdad que escondía tras la sonrisa».
SPECTATOR IN BARCINO
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