Escribo en la mañana del viernes. De pronto, por el digital de este diario, me llega la noticia de las peticiones de los fiscales en el juicio de los líderes independentistas y abandono lo que escribía para este lunes: una reflexión crítica sobre las consecuencias negativas que ha tenido el proceso para el incierto futuro de la lengua catalana. El independentismo ha cometido muchos errores, pero tras constatar una vez más que el Estado abandona el derecho para ponerse al servicio de una causa general contra una ideología, hoy me siento incapaz de escribir según los criterios que yo mismo me impongo. Hoy no puedo poner el corazón en el congelador y reflexionar sobre los acontecimientos del país con la pretensión de superar los conflictos promoviendo la empatía, el reconocimiento de las razones del otro y el diálogo político. Hoy, sinceramente, no puedo.
Lo que estamos viviendo estos años con el pleito entre Catalunya y España es la victoria del olvido. La transición, con todos sus defectos, carencias y limitaciones, fue inspirada por la memoria. Entonces no necesitábamos lo que después hemos dado en llamar “memoria histórica”. Y es que todos recordábamos perfectamente (por vivencia directa o por transmisión de aquellos que la vivieron) la barbarie que se desató antes y durante la guerra y, después, en la larga dictadura, en todos los rincones de España (Catalunya incluida). El pacto de impotencias de la transición ahora no se podría producir, porque cada parte pensaría, como piensa ahora casi todo el mundo, que, a pesar del empate, la confrontación es positiva y necesaria ya que es el camino más recto y despejado hacia a la victoria de los tuyos.
Aznar (que es un año mayor que yo) tenía perfecta noticia del bárbaro pasado común. Pero, siendo muy joven, en plena transición, en sus escritos en La Nueva Rioja, ya se oponía a la reparación (Título VIII de la Constitución) para resolver un pleito histórico. El pleito catalán viene de siglos y regresa siempre que alguien cree que, reprimiéndolo o haciendo trampas, lo despacha. Aznar, decíamos, enterró el consenso, por blando, y abanderó la confrontación y la estrategia amigo-enemigo. Él inauguró el futuro. Un futuro que, como ocurre siempre, triunfó colectivamente cuando la mayoría de la población española y catalana olvidó el pasado trágico que arrastramos y lo convirtió en una película del oeste con indios y cowboys, con buenos y malos.
Con el olvido del pasado ha regresado la lógica del fuerte y la pretensión de abusar del poder para doblegar al adversario. También ha regresado la descripción del dialogante como débil, cobarde, traidor. Sé lo que está de moda. Aquí, en Brasil o en la América de Trump. Lo que influye en la opinión ciudadana no es la escritura razonada y prudente, sino todo lo que contribuye a excitar los ánimos del personal. Fabricar frases hirientes y ofensivas. Halagar el bajo vientre de tu manada. Encender hogueras. Llevar los argumentos al límite. Practicar la mentira o la media verdad. Bombardear puentes y ágoras. Promover trincheras. Favorecer el tremendismo. Fabricar antagonismos. Fomentar los extremos. Favorecer los desacuerdos. Arrastrar el personal a dilemas binarios. Imposibilitar el diálogo. Hacer burla de los moderados o dialogantes hasta conseguir que se avergüencen de su posición y no les quede más alternativa que refugiarse en uno u otro extremo.
Sé que en la era del ruido mediático y de las insomnes redes sociales, dominan los antagonismos viscerales y las tensiones. Y es que ayudan a subir las audiencias, excitan la testosterona ambiental y animan a la confrontación. Somos víctimas del olvido, del ruido y de la pasión desatada. Por eso, tiendo a predicar (en el desierto) la primera máxima que aprenden los médicos: primum non nocere: lo primero, no empeorar al enfermo. Que escribir no cause más daño del que ya estamos sufriendo.
Pero hay días en los que el asco se impone a todas las prudencias, contenciones y razonamientos. Hay días en los que la moderación y la realidad son incompatibles. Hay días como hoy en los que, más allá del pesimismo y la desesperanza (desgraciadamente habituales en un observador de la realidad catalana, española y mundial), necesitaría vomitar la indignación que llevo dentro. El mismo día en el que hemos oído a la exministra Cospedal pasearse por las cloacas del Estado como si estuviera en el palacio de Versalles, hemos sabido que la Fiscalía pide más años de cárcel para los pacíficos líderes independentistas de los que se piden para un asesino. La mala sangre me domina, los sentimientos me corroen y descubro en mí las serpientes de la medusa que convertía en piedra a todos los que la miraban.
Hoy vomitaría cólera como lava el volcán. Para los que escribimos con el freno puesto, procurando no empeorar las cosas, trabajando para enfriar las emociones colectivas y pugnando por tener en cuenta no sólo lo que nos sale de dentro o nos pilla cerca, sino también lo que captamos en las antípodas de nuestro pensamiento, expresar cólera es constatar el fracaso personal.
CÓLERA
Antoni Puigverd
lavanguardia.com
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