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LA SOCIEDAD DESVERGONZADA


Los tiempos que vivimos son testimonio de la creciente desvergüenza de nuestros representantes públicos. Líderes de aquí y de allí se quitan antiguas caretas para conquistar a su público con actitudes que rebasan los límites que el decoro había marcado en otro tiempo. Y aunque el precio de tanta desfachatez acabe siendo la pérdida de confianza en instituciones y mecanismos que son fundamentales para asegurar una vida digna, algunos perciben en estas actitudes muestras de transparencia, libertad y autenticidad.
Los actos de estos representantes parecen vivir en consonancia con una sociedad que se muestra cada vez más desvergonzada, dedicada como está a la subversión de cualquier límite que frene la libre expresión de excentricidades individuales que son consideradas valiosas por el simple hecho de que son de alguien.
Ante tan dinámica situación, los conservadores sospechan que el camino de la desvergüenza no es, en absoluto, un camino hacia la libertad, sino el abono para su destrucción. Como sabían bien ciertos pensadores del pasado, esos dos ideales del pensamiento conservador que son la libertad y la excelencia necesitan del establecimiento de límites, esto es, de fronteras que, para que no sean excesivamente opresivas, deben surgir de nuestra propia educación moral. Y allí donde hay buena educación, hay vergüenza, siendo como es esta el sano indicativo de la proximidad con aquello de lo que uno ya no está legitimado a reírse. Esto es, aquello de lo que uno no puede burlarse porque es algo que ese nosotros del que formamos parte considera sagrado.
De ahí que, según Diógenes Laercio, el filósofo antiguo Licón –también apreciado por Erasmo de Rotterdam– se preocupara de enseñar la vergüenza a sus discípulos, o que Platón tuviera muy claro que los jóvenes debían participar junto a los adultos en las fiestas de la comunidad, para que aprendieran el evidente ridículo de quienes no saben gozar sin perder los papeles. De ahí que Jean Austen –quizás la más astuta y sabia de las escritoras– mostrara unos personajes que bien podían haber cumplido con la máxima de toda institución seria que quiera permanecer; máxima que podría recitarse modificando ese dicho popular que dice que “se puede tolerar el pecado pero no el escándalo”. Donde nuestros progresistas ven hipocresía y falsedad, el conservador localiza el sano respeto público que necesita toda comunidad, que debe ser a su vez consciente de que, al estar formada por seres humanos, sus miembros son –sin lugar a dudas– contradictorios e imperfectos en lo más profundo de su ser. Incluso ese gran liberador de los instintos que fue Freud sabía bien de los sanos límites que requiere toda convivencia que pueda considerarse civilizada.
Precisamente por todo esto, y en estos tiempos de licencia, transparencia y excentricidad, unos pocos seguimos reivindicando el valor de la vergüenza. Ese sentimiento más potente que muchas razones y que nos recuerda la necesidad de seguir respetando los límites saludables que una vez fueron llamados “buenos modales”. Son estas buenas maneras las que constituyen, no solo la semilla de la convivencia, sino el camino hacia esa condición de espíritu que hace posible la grandeza humana. 

LA SOCIEDAD DESVERGONZADA
JORDI FEIXAS - lavanguardia 

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