Con todos los avances tecnológicos, la vida se hace más agradable, más fácil. Los hombres sufren cada vez menos, actúan cada vez más, y aseguran un dominio creciente de lo real. Sin embargo, podemos temer el reverso de la medalla. Una invención no existe sin su contrapunto negativo: la aparición del tren supone la del descarrilamiento, la del avión, el aterrizaje forzoso, el coche no viene sin el accidente, el barco sin el naufragio, la computadora sin el cuelgue, la ingeniería genética sin las quimeras y los monstruos, desde ahora, en libre circulación por la naturaleza, con plena ignorancia de los accidentes que hay que temer —como las consecuencias todavía subestimadas de la enfermedad de las vacas locas. Hoy en día, el mundo de la técnica se opone de tal manera al de la naturaleza que se puede temer que echemos a perder el orden natural. 
Los progresos, proponiéndose un mejor dominio de la naturaleza, llegan en ocasiones a maltratarla, desfigurarla, incluso destruirla. La deforestación con los griegos antiguos, que construían un número considerable de barcos para sus guerras contra los persas, tanto como la contaminación por los hidrocarburos, la basura doméstica o los desechos nucleares, sin olvidar la destrucción de los paisajes para construir ciudades, infraestructuras urbanas, de calles o carreteras, todo eso pone en peligro un planeta frágil y un equilibrio natural precario. De ahí la emergencia y crecimiento en nuestra civilización, al mismo tiempo que una pasión tecnófila, de una sensibilidad ecologista tecnófoba que apela a un principio de precaución. Del mismo modo, los progresos de la técnica no se efectúan sin dolor para los más desfavorecidos, tanto a escala nacional como planetaria. 
La zanja se hace más profunda entre los ricos y los pobres: unos se benefician con los productos de esta tecnología punta; los otros no disponen ni siquiera de medios para asegurar su supervivencia (el teléfono móvil celular para los estudiantes de los países de alto PNB en el hemisferio Norte y el hambre que provoca la muerte de millones de niños en el hemisferio Sur. En el mismo momento, a la misma hora). La técnica es un lujo de civilización rica. Cuando uno tiene dificultades para asegurar su subsistencia, desconoce el deseo de hacerse poseedor y dueño de la naturaleza. 
Al igual que la ecología permite reflexionar sobre la cuestión de las relaciones entre la técnica y la supervivencia del planeta, el tercermundismo y, no hace mucho, las ideologías políticas de izquierda, piensan la cuestión de la tecnología a la luz de un reparto más equitativo de las riquezas. De donde surge la ¡dea de que la técnica podría someter menos a los hombres que servirlos. En Occidente, conduce a la pauperización (los ricos cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres), al paro y a la precariedad de empleo (necesarios para los patrones que sostienen esas calamidades con el fin de mantener bajos sus costes de producción y optimizar su competitividad), a la disminución del trabajo (también sostenida, sin preocupación real y seria por compartirlo, a fin de asegurar un clima de sumisión de los empleados para con su empleador), a la alienación (aumento de ritmos y cadencias, cálculo exigente y cronometrado de la productividad). Solo un combate para invertir el movimiento y poner la tecnología al servicio de los hombres puede hacer esperar un mundo en el que la brutalidad, la violencia y la ley de la jungla retrocedan, por poco que sea.