El ser humano es estúpido por naturaleza, va incorporado a su genética, lo sabemos por la propia experiencia, pero si ese ser humano u homínido es un ente político, el grado de estupidez se agrava, pues al entrar en el perverso entramado del comportamiento titiritero de las consignas de partido pierde su personalidad y es un mero repetidor de consignas marcadas desde arriba. 
No deja de ser perverso también como las descalificaciones, insultos, difamaciones, falsas acusaciones y más que se profieren en el quehacer de su actividad, de producirse en la vida diaria o profesional sería objeto constante de peleas o de demandas judiciales. Se dicen de todo y más, pero todo queda dentro del marco de su actividad política, y no se sonrojaba ni se les cae la cara de vergüenza, con un cinismo absoluto atacan o son atacados sin inmutarse. 
Y mira que las hemerotecas les hacen daño al recuperar declaraciones anteriores sobre cualquier tema, pero ellos - como decía - sin inmutarse, son capaces de negar la mayor, la menor y la derivada. Lo que ayer convencidos decían era blanco, al día siguiente con el mismo rostro impenetrable dirán que es gris y al cabo de dos días que era negro y se quedarán tan anchos. Siempre sonriente intentado convencernos de que la última afirmación es la correcta y que todo esto lo hacen por vocación de servicio al pueblo y sin ánimo de lucro.
Estos especímenes no son patrimonio nuestro, medran en cualquier estado dicho democrático y son los que nos mandan y toman decisiones supuestamente para favorecernos, y así nos va, y, el problema es que ni siquiera se puede hacer la revolución y enviar al carajo a toda esta casta. Gane quien gane la revuelta, el poder, la partidocracia le contaminará y más tarde o más temprano volveremos a estar en el mismo lugar. Es la política que lo corrompe y lo contamina todo y hasta ahora nadie ha sido capaz de encontrar la solución. Da igual que las listas sean abiertas o cerradas, ellos gobiernan y politiquean de espaldas al pueblo, mejor dicho, contra el pueblo y éste, como el muchacho del velatorio que explicaba Cioran, lo único que puede hacer es resignadamente proclamar: no hay nada que hacer, no hay que hacer...