A mi padre y a otros piojosos y famélicos como él se les ha llamado hasta hace poco: los olvidados. Hablo aquí de los españoles republicanos que malvivieron o sucumbieron en campos de concentración franceses como el de Argelès-sur-Mer. Todos los olvidaron. Sólo mi vecino Paco Ibáñez se acordaba de ellos. Paco, yo y algunos más, pero no demasiados. El de Argelès fue un campo de concentración. Me niego a llamarlo de internamiento, que es como ahora algunos lo definen.
Comprobar el descarado oportunismo electoralista, tocado con txapela, luciendo un lazo amarillo o manejando una corona ante la tumba de muertos como el poeta Antonio Machado, me descompuso el cuerpo y me provocó grandes arcadas. Juan José Ibarretxe, Quim Torra y Pedro Sánchez. Qué trío. Dos curas tristes y un monaguillo que cree que ha inventado la misa. Como dijo en cierta ocasión, en el Congreso, el diputado y cantautor aragonés José Antonio Labordeta, encarándose con los diputados del PP: “A la mierda, coño”. Señores políticos: no ofendan aún más a nuestros muertos. Ni los utilicen por razones electoralistas. Ni profanen su memoria, porque eso fue lo que ustedes, miembros de Esquerra Republicana de la llamada Catalunya Nord, hicieron hace unos días en el sur de Francia.

Ahora, algunos documentalistas dicen que han mostrado en sus obras la realidad del campo de concentración de Argelès, pero se equivocan. Esa realidad ya la contó, y muy bien, el periodista Gabriel Trillas Blázquez, que sufrió el campo que nos ocupa. Y es a Sergi Doria a quien debemos ese impagable testimonio del horror, que forma parte de otras crónicas españolas de los años 30,rescatadas y agrupadas por el escritor barcelonés en su libro Un país en crisis. Frentes ardientes y sudores fríos. Entrañas desgarradas, vendajes mojados, cuerpos tiritando, agonías y, al final, la muerte. Sólo alguna manta compartida y varias hogazas de pan muy disputadas. Ni barracones, ni tiendas de campaña. Sólo alambradas y hoyos en la arena de la playa para refugiarse en ellos. Mierda humana en las olas y disentería en los cuerpos desnutridos. Y soldados senegaleses y marroquíes dando porrazos y patadas. “Allez, allez”. El comisario del campo era rubio, pero, sobre todo, malo. “Malo, malo, malo”. Las noches de Argelès, cuenta Trillas, eran dramáticas. Ululaba el viento y la arena se cebaba en los ojos. Como en una escena del Apocalipsis, los caballos, sueltos y asustados, atropellaban a las sombras humanas mientras a lo lejos parpadeaba el faro de Port Vendres. El quinto día llovió y todo fue a peor. Seguían defecando en la orilla del mar y aún no disponían de agua potable. Algunos no quisieron regresar al hoyo y se adentraron en la mar. Y ya no volvieron.
Trillas recuerda a varios compañeros muertos. A uno de ellos, Lucaci, le dijo que en el campo de concentración de Argelès se moría sin retórica, se moría de verdad. Lucaci sucumbió y su rostro adquirió un color verde, que el periodista nunca olvidó. - Arturo San Agustín - lavanguardia.com