Desde que la memoria se calcula en gigas, me siento cada día más inútil y veo a mis congéneres más lerdos - IMMA MONSÓ - LAVANGUARDIA.
Hace días supimos que Barcelona ha sido agraciada con una supercomputadora de 200 petaflops, un megaordenador único capaz de procesar 200.000 billones de operaciones por segundo. Desde que la memoria se cuenta en gigas y el rendimiento de la inteligencia se calcula en flops me siento cada día más inútil - afirma Monsó - y veo a mis congéneres igualmente más lerdos. Ejemplo, un fragmento de conversación oída recientemente: “Sí, hombre sí, esa donde también actúa el flaco ese tan majo...”. “¿James Stewart?”, dice el otro, y prosigue: “Entonces ya sé a qué película te refieres... La que él está con esa actriz de los ojos azules y...”. “¡Lee Remick!”, dice la de al lado. “Sí, ¿el título es algo como... ‘autopsia de un crimen’?”. “¡ Anatomía de un asesinato!”, dice el otro, que ya lo ha encontrado en el buscador. Ese tipo de conversación que funciona por vagas aproximaciones y tira continuamente del móvil es cada vez más común, y no precisamente en el geriátrico sino entre gente medianamente joven con una memoria medianamente sana (tal vez por poco tiempo: lo que no se usa se atrofia).
Cuando éramos cien por cien humanos también delegábamos. Pero lo hacíamos en otros congéneres. Conocí a una pareja en que él representaba la inteligencia y ella la memoria. Él explicaba, asociaba y relataba con gran agudeza y, cuando llegaba a un dato que su memoria había considerado prescindible, se lo preguntaba a ella. Incluso cuando le recitaban la carta de postres podía preguntar, por ejemplo: “Adela, ¿me gustan a mí los mochis?”, pues no le parecía a él relevante tener en la cabeza este dato. Se compenetraban de maravilla.
Una sincronía parecida cuenta Ignacio Ramonet en Fidel Castro: biografia a dos voces, aunque en ese caso se trataba de dos memorias, una portentosa (la de Fidel) y la otra muy precisa (la de su amigo el historiador Álvarez Tabío), que lo ayudaba a puntualizar todo tipo de datos. “¿A qué hora llegué yo a la granjita Siboney la víspera del ataque al Moncada?”, preguntaba Fidel. “A tal hora, comandante”, respondía Pedro. “¿Cómo se llamaba aquel segundo dirigente del Partido Comunista de Bolivia que no quería ayudar al Che?”, preguntaba uno. “Fulano”, contestaba el otro.
Cuando éramos cien por cien humanos, si no podíamos delegar en otros humanos más memoriosos o más listos, buscábamos en los libros. Era una búsqueda laboriosa, a veces lenta, y tal vez por eso mismo no solíamos luego olvidar lo que habíamos buscado. Si el dato no estaba en los libros, pero nos parecía que de un momento a otro íbamos a recordarlo, podíamos pasar horas rebuscando en nuestra memoria. Lo llamábamos “tenerlo en la punta de la lengua”, otra expresión que pronto estará en vías de extinción. Cuando estemos permanentemente conectados nadie necesitará realizar la proeza de recordar. A no ser que recordar sin ayuda se convierta en un nuevo deporte olímpico."
No deja de ser curiosa la capacidad del cerebro de recordar por su cuenta. Cuantas veces intentamos recordar el nombre de una persona o un lugar y no nos sale, y al rato el cerebro va procesando por su cuenta y zas... aparece el nombre. Hay que pensar también que, antes, recordábamos de memoria muchos números de teléfono, aspecto que ya no es así, apenas si nos sabemos el nuestro, lo hemos confiado todo al móvil.
Un último ejemplo. Año 1955. Banco español de crédito de Sabadell. Un señor, un empleado sostiene en su mano derecha un montón de letras de cambio y recibos, uno a uno va ordenando a su ayudante: cárgalo en cuenta, devuélvelo, cárgalo pero llámalo para que ingrese, etc. Este señor se sabia de memoria los saldos de todos sus clientes, era como una precuela de los ordenadores actuales. Y todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia engullidas por los flops i petaflops. Es el progreso, dicen que dicen...
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