Un muchacho marroquí de 25 años ha muerto en un CIE de Valencia. Todo apunta a un suicidio. Otro chico muerto en un centro de menores en Almería. Murió atado y asfixiado, contenido por seis guardias jurados. Adelante Andalucía denuncia violencia y abusos en este centro. Peio Sánchez, rector de la iglesia de Santa Ana de Barcelona, ​​que acoge el templo algunos de los jóvenes migrantes que vagan por el Raval, afirmaba en un reportaje en El Periódico. "A algunos les están prostituyendo, están deteriorados, física y mentalmente, muchos toman drogas, están realmente muy agobiados y lo pasan muy mal, las mafias se aprovechan de su situación".
Todo esto está ocurriendo en nuestras calles, dentro de nuestras fronteras. Niños y jóvenes que encuentran la muerte, la enfermedad y la explotación. El maltrato institucional sólo alimenta el racismo en la población, ya que las vidas de los migrantes parecen valer muy poco. Tan poco que pueden cerrarse en centros en peores condiciones que las cárceles, donde la humanidad se queda al otro lado de la puerta. Tampoco ayudan los medios que poco difunden estas noticias que siempre terminan en segundo o tercer término en la parrilla del día a día. Ser migrante no es un delito. Ser un país racista es nuestra vergüenza, porque tengo la sensación de que no hacemos lo suficiente todos juntos, que podríamos hacer más. No basta con colgar una sábana que rece 'Queremos acoger', deberíamos fiscalizar más al Gobierno, y exigirle más dedicación y respeto hacia estos jóvenes que pensaban haber llegado al cielo y se encontraron el infierno de nuestra indiferencia.