Jean-Paul Sartre, en la Universidad de la Sorbona en mayo de 1968.  
No podemos olvidar, sin embargo, que la democracia ha tenido siempre una peculiar relación con la verdad. La democracia es el gobierno de la opinión, no el de los filósofos platónicos o el de los científicos. Y aunque aquellos siempre podrán ilustrarnos, al final decide la opinión mayoritaria, que no tiene por qué ser la más fundada en razón. Por eso mismo los teóricos de la democracia han abogado por la necesidad de someter las diferentes opiniones a la prueba de la deliberación pública. Y aquí es donde son bienvenidos los intelectuales, los que nos alertan sobre dimensiones de la realidad que a veces se nos escapan. El problema es que la mayoría de ellos se han dejado llevar por la polarización y se han adscrito a alguna de las partes de esta nueva política de facciones irreconciliables. Con ello pasan de ser intelectuales a convertirse en ideólogos, en racionalizadores de unas u otras opiniones. El pensamiento autónomo se desvanece o pierde su resonancia detrás del ruido de las redes. Otros se empecinan en disquisiciones pedantes digeribles solo para quienes están bien anclados en la cada vez más minoritaria subcultura humanística.

Con todo, tengo para mí que los que han dado la puntilla a los intelectuales han sido, curiosamente, los tertulianos, si es que podemos generalizar entre tan amplio y variado grupo. Por la propia dinámica del invento, el fugaz y casi improvisado análisis —el “pensamiento rápido”— y el fomento del contraste de pareceres, el mensaje que se transmite es que todo es opinable. Y sin hacer grandes esfuerzos. Incluso en aquellos temas que requerirían el recurso al conocimiento experto. ¿Quiénes son, pues, estos intelectuales —o expertos— que se atreven a imponernos una única visión de la realidad cuando yo ya tengo la de los “míos”? No es de extrañar, pues, que se esté abandonando a los otrora “sacerdotes impecables” para seguir acríticamente a líderes populistas implacables. La razón argumentativa se va supliendo poco a poco por la cacofonía de opiniones sin sustento o el refuerzo emocional de las nuevas consignas. Sí, me temo que el final de los intelectuales tiene todos los visos de ser una profecía autocumplida.

Fragmento del artículo de Fernando Vallespín en el País: "Cómo los tertulianos suplantaron a los intelectuales".