Quién les iba a decir a las Trece Rosas, fusiladas en 1939 por haber militado en las Juventudes Socialistas Unificadas, que se convertirían en inesperadas protagonistas de una campaña electoral ochenta años después de su muerte? Supongo que el lector está al corriente de la polémica desatada por el secretario general de Vox, que hace unos días las acusó nada menos que de haber sido violadoras, torturadoras y asesinas. Las declaraciones de Javier Ortega Smith sólo pueden ser producto de la ignorancia o la maldad o, más probablemente, de ambas cosas a la vez. Su visión del siglo XX español es aberrante: no le basta con reivindicar únicamente a las víctimas de su propio bando sino que tiene que despojar a las del otro de su condición de víctimas. Ese es su resumen de la Guerra Civil: nosotros pusimos las víctimas; vosotros, los rojos , pusisteis los verdugos. Ocurre, sin embargo, que la realidad nunca es maniquea. A esas trece chicas ni siquiera se las acusó en su momento de violar, torturar o matar a nadie. El consejo de guerra que las condenó a muerte lo hizo por un delito de “adhesión a la rebelión”. En otras palabras, por su lealtad a la República. Sí, señor Ortega: en 1939, los tribunales castrenses de Franco podían fusilarte sólo por ser republicano.
La historia la conozco bien porque, allá por los años 2005 y 2006, dediqué unos cuantos meses de mi vida a escribir el guion de la película Las 13 rosas que luego rodaría Emilio Martínez-Lázaro. La idea de la película se le ocurrió al productor Pedro Costa tras leer la documentada investigación del periodista Carlos Fonseca. Quien quiera saber a qué se dedicaron esas trece chicas durante la contienda lo encontrará en su libro, titulado Trece rosas rojas : unas trabajaban en orfanatos u hospitales, otras en talleres de confección o como cobradoras de tranvías. El libro de Fonseca fue mi principal fuente de información, pero además, en compañía de Costa y Martínez-Lázaro, me entrevisté con algunas mujeres que habían compartido cautiverio con las trece jóvenes. Una de ellas, encarcelada cuando sólo tenía dieciséis años, era Carmen Cuesta, a la que las Rosas llamaban la Peque . Otra, compañera de celda de algunas de ellas, era Ángeles García-Madrid. Ambas fueron condenadas a doce años de prisión por “auxilio a la rebelión militar”, otra de esas peculiares denominaciones que los tribunales franquistas aplicaban a las simpatías por el socialismo o la República. Sus testimonios me fueron muy útiles para describir las condiciones de vida de los miles de mujeres republicanas hacinadas en la insalubre cárcel de Ventas.
Pero la visita que mejor recuerdo es la que hice al hijo de Blanca Brisac, la mayor de las Trece Rosas (veintinueve años), la única de todas que había sido madre. Su fusilamiento es inexplicable incluso desde la lógica genocida. Sin militancia política conocida y ferviente católica, estaba casada con un músico que durante la guerra se había fotografiado levantando el puño. El pequeño Enrique García Brisac, que entonces tenía once años, perdió a sus padres la misma madrugada de agosto de 1939: a él lo fusilaron primero en un grupo de cuarenta y tres hombres, a ella poco después junto a las otras doce chicas.
Cuando lo conocí, vivía con unos familiares en Villaviciosa de Odón, en las afueras de Madrid. El piso estaba en un edificio de reciente construcción y no mostraba ese recargamiento habitual en las viviendas antiguas. Había pocos ornamentos, y entre ellos destacaba un bajorrelieve con la efigie de la Pasionaria y esa frase tan citada que no es suya pero se le suele atribuir: “Más vale morir de pie que vivir de rodillas”. A primera vista, todo encajaba: un hombre marcado tempranamente por una injusticia tremenda, una vida vivida bajo el signo del odio a un régimen criminal, una simpatía inevitable por la principal fuerza de resistencia al franquismo... Pues no. Nada de eso. Enrique nunca había sido comunista y tenía ese bajorrelieve sólo porque unos meses antes se lo habían regalado en un homenaje a las Trece Rosas. Su historia es la de un niño acogido por unos familiares de derechas, que le educaron como se educaba entonces a los hijos de los rojos : mencionando poco a los padres pero asegurándose de que el chico recordara sus errores, no fuera a ser que le diera por reincidir en ellos. Por encima del amor filial, por encima de la rabia, había un sentimiento que actuaba como el más sutil y eficaz mecanismo de represión. Ese sentimiento era la vergüenza.
Cuando visité a Enrique, ya octogenario, empezaba a liberarse de esa vergüenza irracional que le había atenazado a los once años: la vergüenza de ser hijo de rojos , hijo de fusilados. En estos tiempos en los que hay tanta gente que desde la comodidad del sofá se arroga la condición de víctima, parece increíble que un hombre como él, que fue víctima de verdad y por partida doble, tardara toda una vida en darse cuenta.
Rosas - Ignacio Martínez de Pisón
lavanguardia.com
Publicar un comentario