Si en este mundo hay alguna cosa intrínsecamente perversa,
es, sin duda, el Estado. - JOAN FUSTER
Hay terrorismos de dos tipos: de arriba (gobierno) y de abajo (guerrilla). Ambos son inmorales, pero el que causa más víctimas inocentes es el primero. Ni siquiera todos los guerrilleros del mundo sumados matan a tanta gente como los gobiernos. Hay diferencias notables entre aficionado y profesional, bomba y bombardeo, ametralladora y cañón, emboscada e invasión, asesinato y masacre. En suma, hay microterrorismo, o asesinato al por menor, y macroterrorismo, o asesinato al por mayor. Sin embargo, se le da mucha mayor difusión al terrorismo minorista que al mayorista. Nos han acostumbrado a pensar que el Estado tiene el monopolio legítimo de la violencia y que por lo tanto la guerra, por sucia que sea, es más normal y limpia que la insurgencia. Tampoco solemos comprender que el terrorismo de abajo sirve para justificar al de arriba y viceversa. Ni que la exageración de la amenaza terrorista sirve para mantener en vigor medidas de emergencia tales como el estado de sitio, el allanamiento, el encarcelamiento preventivo, sin juicio previo, e incluso la tortura de sospechosos. Lejos de resolver problema alguno, los terrorismos constituyen problemas graves.
Es sabido que los actos violentos suelen provocar reacciones violentas. Esto es inevitable cuando predomina el autoritarismo, desde el hogar hasta la política. En estos casos se tiende a resolver los conflictos intentando sojuzgar o eliminar a una de las partes. Y recurriendo al ejército cuando bastaría la policía. Como ya se sabe, hay gran variedad de violencia política: amenaza, paliza, arresto, secuestro, tortura, asesinato y grados intermedios. También hay dos modalidades: abierta y solapada. Todo esto se viene practicando desde los albores de la civilización, que son también los del Estado. Las dictaduras tradicionales, tales como la nazi, la stalinista, la franquista y la maoísta, practicaban la violencia abierta. En cambio, el llamado Proceso argentino (1976-1983) prefería la tortura y la ejecución clandestinas, en particular, la "desaparición", una auténtica invención argentina. (Los expertos aseguran que la gomina y el tango, presuntas glorias patrias, no son tales: que la primera fue inventada en París y el segundo, en Montevideo.) Quien desee saber más sobre esa etapa infame de la historia argentina, y en general sobre la inmoralidad del terrorismo de Estado, tendrá que consultar al máximo especialista en la materia. Éste es el eminente jurista, politólogo y filósofo Ernesto Garzón Valdés, profesor argentino radicado en Alemania, donde debió refugiarse de la persecución del Proceso. Ha publicado varios libros sobre el tema, entre ellos Derecho, ética y política (1993), El velo de la ilusión (2000) e Instituciones suicidas (2000). También las "dictablandas" (como se llamó a la dictadura española de Primo de Rivera) prefieren la violencia solapada, en particular la intimidación, el encarcelamiento y el asesinato a escondidas de enemigos reales o virtuales, actuales o potenciales. El político opositor, el militante sindical, el dirigente estudiantil y el periodista independiente son blancos naturales de la violencia estatal, ya solapada, ya abierta. Los opositores son blancos del poder despótico porque son sus rivales. En cambio, los periodistas, escritores y estudiantes son blancos cuando exhiben la corrupción o el crimen de los de arriba sin buscar dividendos políticos. Hasta ahora sólo he mencionado casos sencillos. Hay otros más complicados y sutiles. Entre ellos están los gobiernos que, aunque elegidos democráticamente, se deslizan hacia la "dictablanda" cuando su incompetencia o corrupción se hace notoria. Para estos gobiernos deslizantes no hay nada tan molesto como el periodista o el escritor sin pelos en la lengua (o en la cámara fotográfica). Naturalmente, estos gobiernos pueden proponer o imponer leyes que amordacen la libertad de expresión. Pero la oposición parlamentaria puede armar un escándalo, y esto desprestigia. En estos casos suele recurrirse a un método mucho más expeditivo y efectivo: amenazar, secuestrar o asesinar al reportero o al escritor deslenguado. Esto no sólo tapa una boca, sino que intimida a todo el gremio. Hay que tener muchas agallas para animarse a destapar una olla podrida cuando se sabe que un colega pagó con la vida su curiosidad y su compromiso con la verdad. Acabo de emplear una palabra en desuso entre los llamados posmodernos, a saber, "verdad". Ellos son relativistas: sostienen que no hay verdades objetivas, o sea, proposiciones que se ajusten a las cosas independientemente de quienes las propongan. Dicen, en cambio, que cada cual, o cada grupo social, tiene sus propias verdades. Para unos, la Tierra gira en torno al Sol, mientras que para otros sucede al revés, y no tiene sentido preguntar cuál de las dos opiniones es la verdadera. Un relativista consecuente no puede hacer ciencia, técnica ni filosofía, ya que todas estas procuran verdades. Ni siquiera puede convivir normalmente, porque esto requiere un mínimo de averiguación de lo que existe realmente y de lo que es cierto para todos. El lector se preguntará qué tiene que ver esto con el terrorismo. Respondo: mucho, y esto por dos motivos. El primero es que hay hechos morales, tales como un acto solidario, y hechos inmorales, tales como un asesinato. Habiendo hechos morales e inmorales, hay verdades y falsedades morales. Esto basta para condenar moralmente a los terrorismos de ambos tipos. El segundo motivo es que el político puede ser moral o inmoral, según utilice verdades o falsedades morales, o medios morales o inmorales.
Voy más lejos, y sostengo que, para que un gobierno sea legítimo, debe cumplir dos condiciones: debe gozar de amplio apoyo popular y debe comportarse moralmente, o sea, trabajar al servicio del pueblo en lugar de servirse de él. Por ejemplo, los gobiernos peronistas gozaron de legitimidad política porque fueron libremente elegidos por grandes mayorías. Pero su legitimidad moral es dudosa, ya que hicieron tanto o más mal que bien. Por ejemplo, los dos primeros gobiernos peronistas ampliaron la legislación laboral, pero sometieron al movimiento obrero; dieron el voto a la mujer, pero la engañaron; construyeron edificios escolares, pero transformaron las escuelas en centros de adoctrinamiento partidario; abrieron nuevos mercados internacionales, pero inauguraron la inflación; aseguraron el libre sufragio, pero no la libertad de asociación ni de expresión; para colmo, minaron la débil cultura superior. En política, lo mismo que en otros campos, la verdad va junto con la decencia, y ésta, junto con la disposición a buscar soluciones a los conflictos pacíficas y razonables. También el opositor inteligente evita el recurso de la violencia, porque sabe que el efecto más frecuente del terrorismo de abajo es la intensificación de la represión. Los anarquistas lo comprendieron hace ya un siglo, después de haberse desprestigiado poniendo bombas. En cambio, los nacionalistas agresivos, los guerrilleros y los "mártires" musulmanes aún no han aprendido que poner bombas en lugares públicos los desacredita y, por tanto, los debilita. Las bombas asustan pero no persuaden, desquician pero no construyen. No hacen sino postergar la emancipación y la democracia, porque son el pretexto que necesitan los enemigos de la democracia para aterrorizar a la gente desde arriba. El terrorismo es una táctica inmoral y elitista que sólo produce efectos efímeros y contraproducentes. La vía democrática es lenta pero más eficaz que la terrorista, porque es un estilo de convivencia que se aprende gradualmente y reinventa de continuo y entre todos. - Mario Bunge
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