En 1942, el pintor estadounidense Edward Hopper creó el paradigma por excelencia de la soledad urbana, Nighthawks. Es una escena nocturna, de un bar con cuatro personas separadas de la calle por un vidrio curvado; una inquietante imagen de desconexión y distanciamiento. Hopper siempre se mostró especialmente preocupado por la vivencia humana de la electrizante urbe, y por la forma que tiene esta de unirnos mientras nos encierra en celdas cada vez más pequeñas y expuestas. Sus cuadros son toda una arquitectura de la soledad; reproducen las restringidas unidades de oficinas y apartamentos donde unos exhibicionistas involuntarios revelan su vida privada en fotogramas enmarcados en vidrio.
Han pasado 78 años desde que Hooper pintó Nighthawks, y sus inquietudes a cuenta de las relaciones sociales no han perdido ninguna relevancia; pero esta preocupación sobre la ciudad física se ha visto superada por los temores derivados de un espacio público tan nuevo como virtual, Internet. Hemos entrado en un mundo de pantallas que van mucho más allá de la turbadora visión del pintor.
La soledad se enfoca en el acto de ser visto. Cuando una persona está sola, se muere de ganas de que la reconozcan, la acepten y la deseen; pero, al mismo tiempo, recela cada vez más de la exposición. Según una investigación de la Universidad de Chicago, llevada a cabo durante la última década, la sensación de soledad desencadena lo que los psicólogos definen como un estado de hipervigilancia ante una hipotética amenaza social. El individuo, que entra en este estado de forma inconsciente, se vuelve hipersensible al rechazo y comienza a percibir las relaciones sociales como un hecho tenido de hostilidad o desprecio. El resultado es un círculo vicioso de retiradas que aumentan la paranoia del solitario y intensifican su sensación de aislamiento.

Este es el punto donde la red se muestra más seductora. Escondidas detrás una pantalla, las personas que están solas tienen el control. Pueden buscar compañía sin correr el peligro de revelar o de parecer demasiado ansiosas por el contacto humano; pueden llegar a los otros o pueden esconderse de ellos; pueden acechar y mostrarse como son, a resguardo de la humillación que los rechacen cara a cara. La pantalla actúa como filtro protector, como una cortina que permite la invisibilidad y las transformaciones. Cualquiera puede filtrar su imagen, ocultar los elementos menos atractivos y resurgir mejorado, es decir, crear un avatar el objetivo consiste en agradar. Y entonces aflora un problema, porque el contacto que se obtiene no es como el de la intimidad. Crear una imagen impecable de un mismo puede servir para conseguir seguidores o amigos de Facebook, pero no cura necesariamente la soledad porque el cuidado no es que te miren, sino en que te vean y te acepten por completo: tan feo, infeliz y extraño como radiante y perfectamente preparado para hacerte una selfie.
Hay una película que toca este tema: 'the subrogates', los substitutos, de Jonathan Mostow, con bruce Willis de protagonista; habla del fenómeno high-tech de los sustitutos, que permiten a la gente comprar versiones perfectas de sí mismos -en buena forma, guapos, y controlados por control remoto-. Estas máquinas perfectas acaban asumiendo sus roles vitales, de modo que la gente puede experimentar la vida a través de otro cómodamente sentados en el sofá de casa, de hecho, físicamente no salen de casa, pero no por eso son felices y si que están solos. La soledad se agravará cada vez más en las grandes ciudades, pero también nos adaptaremos, somos una especie que se adapta a todo, ya lo dice el dicho: más vale estar solo que mal acompañado, y también es bastante cierto que uno se puede sentir solo en medio de una multitud, de hecho la soledad no deja de ser un estado de ánimo personal de cada uno. Ha hecho falta un confinamiento como el actual para ver el futuro que nos espera, un futuro de soledad en casa, confinados indefinidamente.