Y de repente, de un día para otro, un 14 de marzo nuestra vida cotidiana cambió. Estábamos confinados en casa por orden de la autoridad competente. No había apenas gente por las calles, las tiendas permanecían cerradas, solo los supermercados, panaderias y estancos quedaban abiertos. Me sorprendió la primera cola en el Estanco el día 13, en ir a comprar en previsión tabaco para mi mujer, ya había la distancia física pero aún no mascarillas -quizás porque no había- y me sorprendió, tal vez fue en ese momento cuando todavía apenas teníamos muertos que contar, que empecé a tener conciencia de los efectos de la pandemia en nuestra vida diaria.
Los primeros días los informativos intentaban mantener un aire de optimismo con el "Todo irá bien", las imágenes graciosas que se inventan las familias para sobrevivir al confinamiento y los inevitables 'memes' de las redes, actuaciones musicales, panaderos de viejo, pasteleros. Pero pronto empiezan las dudas, los miedos, descubrimos las brechas tecnológicas educativas, la falta de recursos. Las colas para encontrar comida, una comida solidaria que aparece por todas partes, los ERTE, y los que ni a eso tienen derecho.

Siete semanas encerrados en casa mientras intuimos pasar unos muertos que no nos dejan ver, las cancelaciones, las muertes en las residencias, la tristeza, la rabia, el cansancio, el desconcierto, el miedo. Ataques de risa, llanto, pasa Semana Santa y San Jordi... Nunca nos habíamos sentido tan lejos y tan cerca de los libreros como en la diada aplazada de Sant Jordi. Pasan ingrávidos los días y poco a poco nos dicen que la curva se está allanando y empezamos a salir a la calle, por turnos, con mascarillas o con lo que sea, asumiendo una parte de riesgo, con responsabilidad, con ganas, mirando de reojo a los demás, o a quien tose por la calle, aparecen los policías de balcón y de la calle.

"Calles mojadas, cajones vacíos", dice el dicho, pero la lluvia tenía otro sentido ayer por la mañana, porque ayer en la mañana la lluvia fue posible y me cogió con la bicicleta lejos de casa, pero no corrí a refugiarme, no quería regresar y perder parte de tiempo del que disponía, y recordé una vez que me atrapó la lluvia cuando venía de llevar la comida a mi tío al trigal, un lejano verano en el pueblo de L'Estany. Lástima que en la ciudad no se puede sentir el olor a tierra mojada.

Pensé que era una buena señal, señal de vida, y es que después de tantos días de confinamiento total o parcial, tenemos ganas de vivir, de ver y de beber también, y ya no tenemos miedo.