Albert Einstein envió una carta a Sigmund Freud, que, junto con la respuesta de éste, editó en 1933 el Instituto de Cooperación Intelectual con el título de ¿Por qué la guerra? El Instituto auspiciaba entonces la publicación de una serie internacional de cartas abiertas en las que intelectuales destacados intercambiaban ideas sobre cuestiones de interés general, la más importante de las cuales era la amenaza de guerra.

                                                Caputh nach Potsdam, 30 de julio de 1932

Querido profesor Freud: 

¿Existe algún medio que permita al hombre librarse de la amenaza de la guerra?

En general se reconoce hoy que, con los adelantos de la ciencia, el problema se ha convertido en una cuestión de vida o muerte para la humanidad civilizada; y, sin embargo, los ardientes esfuerzos desplegados con miras a resolverlo han fracasado hasta ahora de manera lamentable.

Creo, por otra parte, que aquellos cuya tarea consiste en ocuparse práctica y profesionalmente de ese problema son cada vez más conscientes de su impotencia al respecto y desean ahora muy vivamente recabar la opinión de los hombres que, absortos en el cultivo de la ciencia, son capaces de considerar los problemas mundiales con la perspectiva que permite la distancia. En lo que a mí respecta, la dirección habitual de mi pensamiento no es de las que permiten una visión en profundidad de las zonas oscuras de la voluntad y el sentimiento humanos. De ahí que, en el intento de esclarecimiento ahora emprendido, apenas pueda hacer más que plantear claramente la cuestión y, dejando de lado las soluciones más elementales, ofrecerle a usted ocasión para que ilumine el problema con la luz de su profundo conocimiento de la vida instintiva del hombre.

Para mí que soy un ser libre de prejuicios nacionales, sólo hay una manera sencilla de abordar el aspecto superficial (es decir administrativo) del problema: el establecimiento, por consentimiento internacional, de un órgano legislativo y judicial para resolver cuantos conflictos surjan entre las naciones. Cada nación se comprometería a someterse a las órdenes dictadas por ese órgano legislativo, a apelar al tribunal en todos los casos litigiosos, a plegarse sin reservas a sus decisiones y a ejecutar cuantas medidas estime necesarias para asegurar su aplicación. Pero aquí topo ya con una dificultad: un tribunal es una institución humana que en sus decisiones puede mostrarse tanto más accesible a las solicitaciones extrajudiciales cuanto menor sea la fuerza de que disponga para poner en práctica sus sentencias. Hay un hecho con el que tenemos que contar: derecho y fuerza se hallan inseparablemente unidos, y las decisiones judiciales se aproximan al ideal de justicia de la comunidad, en cuyo nombre e interés se pronuncian las sentencias, en la medida misma en que esa comunidad puede reunir las fuerzas necesarias para hacer respetar su ideal de justicia. Pero hoy estamos muy lejos de poseer una organización supraestatal que sea capaz de conferir a su tribunal una autoridad indiscutible y garantizar el sometimiento absoluto a la ejecución de las sentencias. Y así llego a mi primer principio o axioma: el camino que conduce a la seguridad internacional impone a los estados el abandono incondicional de una parte de su libertad de acción o, dicho de otro modo, de su soberanía. Y no cabe la menor duda de que no existe otro camino que conduzca a la seguridad.

El fracaso, pese a su manifiesta sinceridad, de todos los esfuerzos que durante la última década se han desplegado con miras a alcanzar ese objetivo no nos deja resquicio para dudar de que en este punto intervienen poderosos factores psicológicos que paralizan tales esfuerzos. Algunos de esos factores son fácilmente perceptibles. La apetencia de poder que caracteriza a la clase gobernante en todas las naciones se opone a cualquier limitación de la soberanía nacional. Ese "apetito político de poder" se nutre a menudo de las actividades de otro grupo cuyas aspiraciones tienen un carácter puramente material y económico. Pienso aquí en particular en ese grupo poco numeroso pero decidido que encontramos en todos los países y que forman individuos que, indiferentes a las razones e intereses sociales, consideran la guerra y la fabricación y venta de armas simplemente como una ocasión para obtener ventajas particulares y ampliar el campo de su poder personal.

Esta sencilla constatación es sólo un primer paso hacia la plena comprensión de la situación efectiva. En seguida surge una pregunta: ¿Cómo es posible que esa minoría consiga poner al servicio de sus ambiciones a la gran masa del pueblo que de las guerras sólo obtiene sufrimiento y empobrecimiento? (Cuando hablo de la masa del pueblo, no pretendo excluir a los militares de cualquier graduación que han elegido la guerra como su profesión, con la convicción de que contribuyen a defender los más altos valores de su raza y de que el ataque es a menudo el mejor medio de defensa). Me parece que una respuesta evidente a tal pregunta sería que esa minoría de dirigentes políticos tiene en sus manos la escuela y la prensa y generalmente también a la Iglesia. Ello le permite organizar y dominar los sentimientos de las grandes masas y convertirlas en su instrumento.

Pero ni siquiera esta respuesta explica el problema. Porque de ella surge otra pregunta: ¿Cómo es posible que la masa, por efecto de esos medios artificiosos, se deje inflamar con tan insensato fervor y hasta el sacrificio de la vida? Sólo veo esta respuesta: El hombre lleva en sí mismo una necesidad de odio y de destrucción. En tiempos normales tal disposición existe en estado latente; sólo se manifiesta en circunstancias extraordinarias. Pero también puede despertársela con cierta facilidad y degenerar en psicosis colectiva. A mi juicio, es ésta la clave de todo el complejo de factores que venimos considerando, el enigma que sólo el conocedor de los instintos humanos puede resolver.

Llegamos así a una última pregunta: ¿Existe la posibilidad de dirigir el desarrollo psíquico del hombre de manera que pueda estar mejor armado contra las psicosis de odio y de destrucción? En modo alguno me refiero aquí a las masas llamadas incultas. La experiencia demuestra que es más bien la llamada "Intelligentsia" la que resulta más fácil presa de las funestas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no suele tener contacto directo con la experiencia vivida sino que encuentra ésta en su forma más fácil y sintética: el papel impreso.

Para terminar, he aquí otra consideración: hasta ahora sólo he hablado de la guerra entre estados o, dicho de otro modo, de los conflictos internacionales. No ignoro que la agresividad humana se manifiesta también en otras formas y en distintas condiciones (por ejemplo, la guerra civil que en otros tiempos tenía móviles religiosos y hoy los tiene sociales, la persecución de las minorías nacionales...). Pero he insistido deliberadamente en la forma más típica, más cruel y más desenfrenada de conflicto porque es partiendo de esa forma como podrán encontrarse los medios para evitar los conflictos armados...

Reciba mis más cordiales saludos.

                                                        Albert Einstein