💬Ellos tienen la culpa. Ellos empezaron. Ellos son malos. Ellos son holgazanes. Ellos son sucios. Ellos tienen malas costumbres. No se puede confiar en ellos. Siempre son ellos, nunca nosotros. ¡Sales étrangers! La consecuencia social es obvia: nos unimos contra ellos no porque nosotros tengamos intereses comunes, sino porque somos diferentes de ellos. Así emergen las etnias, las cohortes y otros grupos sociales carentes de cohesión social. Estos grupos no tienen razón objetiva de ser: no son sistemas sociales con funciones específicas. Sin embargo, la adhesión a uno de esos grupos puede ser tan intensa que oculte grandes diferencias de intereses entre miembros del grupo y conduzca a conflictos absurdos con el grupo de enfrente. Es el problema, siempre actual, de lo que hoy se llama "crisis de identidad". El cerebro humano nace preparado para distinguir lo extraño de lo habitual, así como para percibir lo extraño como hostil y lo familiar como amistoso. 
Esta disposición innata es un mecanismo de supervivencia. Si no la tuviéramos, sucumbiríamos al primer invasor de nuestro territorio. La distinción entre ellos y nosotros "viene" embutida en el cerebro, pero el conocimiento de quiénes son ellos y quiénes nosotros es aprendido. Esto vale no sólo para los seres humanos sino para todos los vertebrados superiores. Por ejemplo, el patito huérfano sigue a su cuidador como si fuera su padre, y el macaco de laboratorio trata al experimentador como si fuera el macho alfa del grupo. Al año de edad, mi hijo Eric, que tenía una niñera negra, seguía a toda la gente de tez oscura que veía. Los etólogos llaman imprinting a esta "identificación" de un animal con otro de una especie o raza diferente. Según Heródoto, la estima que sentían los antiguos persas por los demás pueblos disminuía en relación inversa a la distancia. También nosotros, los "occidentales y cristianos", solíamos despreciar a los orientales, tanto más cuanto más infieles. Ya no: hoy admiramos a los japoneses, chinos y coreanos más que a muchos pueblos europeos. Esto muestra una vez más que, aunque la capacidad de distinguirnos de los demás sea innata, la creencia de que ellos son peores que nosotros es aprendida. Y todo lo aprendido puede desaprenderse. A menudo esta creencia es inculcada desde temprano: hay padres y maestros que enseñan a desconfiar de los extraños, tanto más cuanto más extraños parezcan. Los gitanos son nómadas, hablan una lengua extraña, se visten y se ganan la vida de manera inusual (por ejemplo, aprovechan la credulidad de los payos), sus mujeres fuman y gozan de gran autoridad, etcétera. Ergo, no son de fiar. No siéndolo, no les confiamos tareas de responsabilidad ni, en general, los tratamos como a iguales y, por lo tanto, merecedores de solidaridad. ¿Es sorprendente que los gitanos se venguen de los payos cuando tienen ocasión? 
La xenofobia genera xenofobia. Tuve ocasión de comprobarlo cuando, en un camino de montaña en Grecia, me topé con un gitano y su oso. Nos pusimos a conversar. El gitano era oriundo de Bulgaria. ¿Y yo? De la Argentina. Al oír mi respuesta, el gitano hizo una mueca de desprecio y escupió. (El oso no opinó.) Fin del encuentro. Otras veces queremos a los extranjeros por motivos errados. Hace muchos años, antes de la reconciliación entre franceses y alemanes, al cruzar la frontera franco-alemana los funcionarios alemanes de turno sonrieron complacidos al ver un pasaporte argentino. Argentina: ¡gran país! Momentos antes, los guardias fronterizos franceses habían mirado el mismo pasaporte con desconfianza. Argentino: despreciable météque. 
Uno de los pocos rasgos admirables del Imperio Romano fue su cosmopolitismo. Esta actitud fue adoptada por los apóstoles cristianos cuando recorrieron el Imperio procurando hacer conversos tanto entre gentiles como entre judíos. Fue así como una minúscula secta judía disidente se convirtió, en el curso de una generación, en un movimiento ecuménico que compitió exitosamente con las numerosas religiones y filosofías toleradas por las autoridades imperiales. 
El antisemitismo y la morofobia cristianos vinieron mucho después. Fueron inventados por autoridades eclesiásticas y políticas. Afortunadamente, los musulmanes no se vengaron. Por ejemplo, en Toledo se ven aún hoy testimonios de la casi milenaria convivencia fraterna de musulmanes, cristianos y judíos. En los Balcanes todavía quedan testimonios de la tolerancia del Imperio Otomano para con cristianos y judíos. A los turcos les bastaba que los infieles pagaran puntualmente sus impuestos. En Bulgaria, ocupada por los otomanos durante siglos, aún hoy se oye hablar ladino, que es el castellano del siglo XV llevado por judíos españoles víctimas de la "limpieza étnica" emprendida por los Reyes Católicos. En la ex Yugoslavia convivieron en paz, durante siglos, cristianos ortodoxos, católicos y musulmanes. Recién en 1991 algunos políticos serbios y croatas descubrieron que estas comunidades eran incompatibles entre sí, y emprendieron sus infames campañas de "limpieza étnica". Empezaron a matarse entre sí croatas y serbios, y ambos se dieron a la caza de musulmanes rubios y de ojos azules, que de turcos no tenían sino sus nombres y apellidos. Los únicos que sacaron partido de este conflicto artificial fueron algunos aventureros políticos. (Los políticos y prelados alemanes, austriacos e italianos, que en un comienzo esperaron sacar partido, sólo lograron privarse de las hermosas playas adriáticas.) 
El nacionalismo agresivo es cerril, destructivo y enemigo de todo lo universal. Al predicar la xenofobia y censurar las culturas extranjeras, los nacionalistas culturales empobrecen y, por tanto, debilitan al país que dicen defender. Y quienes, como Nietzsche y Heidegger, predican el odio universal, la crueldad y la guerra son enemigos de la humanidad. Un pueblo se enriquece tanto más cuanto más aprende de otros pueblos: cuando hace suyo lo útil, placentero o hermoso que "ellos" inventaron. Esto lo comprendieron quienes construyeron la nación argentina, de Rivadavia y Sarmiento a Di Tella pére y Houssay. Sólo no lo entienden aquellos cuyo único patrimonio intelectual es el desprecio, por ignorancia, de todo lo foráneo. La persona alcanza el estado adulto cuando asume responsabilidad por todos sus actos, incluso los aconsejados por otros. 
La sociedad alcanza madurez democrática cuando cesa su división entre propios y extraños: cuando cada cual se considera uno de nosotros. Cuando, como dice el himno nacional argentino, reina la noble igualdad. ¿No le gusta esta nota? La culpa es de quienes me instaron a escribirla. - Mario Bunge.