Ésta es la historia de unas personas que un día vivieron en la luna. Allí ya no hay nadie, pero hasta hace pocos años aquello estaba a rebosar de gente. Las personas que vivían en la luna se creían muy especiales, porque podían tener los pensamientos con la forma que quisieran. Con forma de cazuela, o de mesa. Y hasta con forma de pantalones de campana. Y así, las personas de la luna podían llevarle a la novia un regalo tan original como un pensamiento de amor en forma de taza de café o un pensamiento de fidelidad en forma de jarrón.

Resultan muy impresionantes todos esos pensamientos convertidos en formas, sólo que con el tiempo cuajó entre las personas que vivían en la luna una especie de acuerdo que determinaba el aspecto que cada pensamiento debía tener. Un pensamiento sobre el amor materno tenía siempre forma de visillo mientras que el pensamiento sobre el amor paterno se materializaba en forma de cenicero; de manera que, sin que importara a qué casa llegara uno, siempre podías adivinar qué pensamientos y en forma de qué estarían ordenadamente esperando en el carrito del té del salón.

De todas las personas que había en la luna, tan sólo había una que diera forma a sus pensamientos de manera distinta a las demás. Era un chico joven y un tanto peculiar que se pasaba el día haciéndose preguntas existenciales y algo fastidiosas. El pensamiento principal que le rondaba la mente era del tipo del que está convencido de que todas y cada una de las personas tienen por lo menos un pensamiento único y exclusivo. Un pensamiento con un color, volumen y contenido que sólo a esa persona se le hubiera podido ocurrir tenerlo.

El sueño de ese joven era poder construir una nave espacial con la que dar vueltas por el espacio para reunir todos los pensamientos exclusivos que hubiera. Nunca asistía a actos sociales ni salía para divertirse, sino que dedicaba todo su tiempo a construir la nave. A esa nave le montó un motor con forma de pensamiento de cavilación y un sistema de dirección en forma de lógica acrisolada, y aquello era sólo el principio. Después le fue añadiendo muchísimos más pensamientos ingeniosos que le ayudaran a pilotar la nave y a sobrevivir en el espacio, sólo que sus vecinos, que lo observaban trabajar, veían cómo se equivocaba todo el tiempo porque sólo alguien que realmente no entiende puede poner un pensamiento de curiosidad a modo de motor cuando está más que claro que un pensamiento de ese tipo tiene que tener la apariencia de un microscopio. Por no hablar de que un pensamiento de lógica acrisolada, si no se quiere que resulte de mal gusto, debe tener la forma de un estante. Intentaron explicárselo, pero él, simplemente, no los escuchaba. Las ansias de llegar a encontrar todos los pensamientos exclusivos y únicos del universo lo apartaron del buen gusto y de toda conducta juiciosa.

Una noche, mientras el joven dormía, se reunieron en la luna unos cuantos de sus vecinos y, por compasión, le desmontaron la nave hecha de pensamientos que casi estaba terminada y se los ordenaron de nuevo. Cuando el joven se levantó por la mañana, encontró en el lugar en el que había estado la nave estanterías, jarrones, termos y microscopios, y todo formando un montículo que cubría el pensamiento de la pena por su perro muerto, pensamiento materializado en un mantel bordado.

Al joven no le hizo ninguna gracia la sorpresa. En lugar de dar las gracias le dio un arrebato de rabia y se puso a romper todo lo que encontraba a su paso llevado por un ataque de locura. Las personas de la luna lo miraban atónitas porque no les gustaban nada los alborotos. La luna, como es bien sabido, es un satélite con muy poca gravedad, y cuanto menor es la fuerza de gravedad de un planeta o de un satélite, más depende éste de la disciplina y del orden, porque todos los objetos que hay en él sólo necesitan que se les dé un suave empujoncito para perder el equilibrio. Así que si todo el que sintiera un poco de amargura empezara a armarla, la cosa podría terminar en una verdadera catástrofe. Al final, cuando se dieron cuenta de que el joven no se iba a calmar, no les quedó más remedio que pensar en cómo detenerlo. Entonces tuvieron un pensamiento de soledad del tamaño de tres metros por tres metros y metieron al muchacho dentro, un pensamiento del tamaño de un calabozo y con el techo tan bajo que cada vez que el muchacho se daba contra una de las paredes notaba una especie de descarga de frío que le recordaba que, en definitiva, estaba solo.

Fue en esa celda donde tuvo un último pensamiento de desespero en forma de soga, una soga a la que le hizo un lazo y de la que se terminó colgando. A las gentes de la luna les entusiasmó muchísimo la idea de la soga de la desesperación con el lazo en un extremo y enseguida empezaron a tener su propio pensamiento de la desesperación y a ponérselo alrededor del cuello. Y así fue como las personas de la luna se extinguieron poco a poco hasta que no quedó más que aquella celda de aislamiento. Sólo que después de unos cuantos siglos de tormentas espaciales ésta también quedó destruida.

Cuando la primera nave espacial llegó a la luna, los astronautas no encontraron a nadie. Lo que sí encontraron fue un millón de pozos. Al principio los astronautas creyeron que aquellos pozos eran tumbas antiguas pertenecientes a las personas que un día habitaron la luna. Fue sólo al comprobarlo más de cerca cuando descubrieron que aquellos pozos no eran más que pensamientos sobre nada.

En Un hombre sin cabeza, Etgar Keret.